Agosto es el mes del descanso, pero no todo el mundo se toma un respiro. Hay tareas que no admiten vacaciones porque en la continuidad del esfuerzo reside su única posibilidad de éxito. No hay oficio más cansado -ni cansino- que el del fanático. En Afganistán, por ejemplo, se han tomado tan en serio su misión durante veinte años sin pausa, con sus veranos incluidos, que al final han ganado.
Debería existir una anatomía del fanatismo, como la de hay de la melancolía o de la felicidad. Para empezar, el fanático carece de sentido del humor. Es incapaz de descodificar el lenguaje de las bromas. No es solo que no acepte los chistes sobre sus ideas, es que tampoco entiende las chanzas sobre todo lo demás. Si esto se quedara aquí nos encontraríamos ante personas tristes con dificultades para divertirse, pero aún es peor. En el fanático anida una semilla de superioridad moral que transforma su amargura en algo explosivo.
Si el fanático porta un kalashnikov o un paquete de amonal las consecuencias de su ceguera moral se miden en vidas segadas. Pero existe otro fanatismo sin armas que no mata pero resulta letal para la convivencia. Dice el escritor israelí Amos Oz que “la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar”, y por aquí ya nos van apareciendo los talibanes patrios incrustados en las instituciones.
Decía que a un fanático le cuesta reír. Se ha escrito mucho de la América profunda, ignorante y de un pensamiento primario difícil de comprender para el europeo medio. También de la España profunda, mesetaria, casposa, con olor a sacristía, cutre y tal y tal. Pero poco se habla de esa Cataluña profunda que vota a la CUP, un partido de hombres y mujeres barbudas con los relojes parados en 1876, el año en que murió Bakunin. Esta semana una de sus regidoras detuvo en directo un espectáculo cómico en su pueblo porque no le gustó un chiste sobre homosexuales. Los vecinos intuyeron que esa censura de calentón no presagiaba nada bueno, y la chica ha tenido que dimitir.
Es imposible que el fanatismo con vara de mando no acabe derivando en autoritarismo. Hasta esta semana Palma lideraba el ranking de ciudades españolas con el alcalde más torpe gracias a la polémica que protagonizamos hace unos meses sobre el callejero municipal y los almirantes franquistas nacidos un siglo antes que Franco. Fuimos el hazmerreir de todo el país. José Hila rectificó, algo que le honra, pero lo más patético fue verle insistir en el error durante cinco días. No sé si aprovechando las vacaciones de nuestro primer edil, la alcaldesa de Gijón ha registrado un nuevo récord nacional de ignorancia prohibiendo la tauromaquia en su ciudad con la excusa del nombre de dos toros, Feminista y Nigeriano. Su alcaldada ha sido tan bochornosa que a su lado Hila parece Tierno Galván.
No sé quién dijo que en política se puede hacer cualquier cosa menos el ridículo. Se puede estar a favor o en contra de los toros, sobre todo si se deja de lado esa falsa superioridad moral que ensucia cualquier debate fértil. Pero aunque no existiera esa división de opiniones sobre el asunto, lo que no caben nunca son las cacicadas, los caprichos, las decisiones justicieras, el populismo barato, el moralismo de brocha gorda, esos arreones de “hasta aquí hemos llegado, habéis colmado mi paciencia”, como de madre superiora poniendo firmes a las novicias, que en este caso son todos los gijoneses, los que han votado a esta señora y los que no.
Dentro de esa anatomía del fanatismo, también se observa que esa intransigencia es contagiosa. Como actitud es pegajosa, se transmite con facilidad, aunque no siempre ese comportamiento se dirija hacia el mismo objetivo. Quiero decir que el dogmático puede generar anticuerpos sociales de signo contrario, o sea, otros chalados que piensan exactamente lo contrario que él, capaces también de imponer sus ideas con la misma virulencia. Esto nos aleja de la convivencia, que debería ser el fin último de la política.
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