DOCE AGOSTOS AL AÑO

El domingo pasado no madrugué demasiado. Me levanté con calma y desayuné con una familia de amigos muy querida. Les ayudé a cargar las maletas en el coche y me despedí de ellos. Leí algo de prensa y luego bajé a la playa para caminar una hora. Subí a casa, me duché y conduje el coche unos veinte minutos para compartir una empanada gallega celestial, unas navajas y unas almejas frescas, todo regado con dos copas de Godello. Volví a casa y dormí la siesta. Al despertarme me tomé un café con hielo y leí del tirón El Silencio, una novela corta de Don DeLillo. Cuando la terminé aún me quedó tiempo para nadar cuarenta minutos en el mar antes de ponerse el sol. 

Cuando nado en aguas abiertas lo suelo hacer con una cadencia muy baja. La salinidad del mar ayuda a flotar mejor y permite deslizarte más dando menos brazadas. Hay en ese chapoteo lento de brazos y piernas un sonido rítmico que ayuda a la meditación, o sea, a no pensar. Pero esa tarde, mientras metía y sacaba la cabeza del agua para respirar, me puse a recordar todas las cosas que había hecho durante el día. Y me di cuenta que eran muchas. Pero lo más sorprendente fue descubrir que todas las había realizado de la misma manera en que estaba nadando, lentamente, sin prisas. 

Es curioso cómo asociamos la idea de descanso a no hacer nada, cuando en realidad siempre estamos haciendo algo, aunque sea dormir, meditar o tomar el sol. La clave de la holganza no reside tanto en la pasividad como en el ritmo al que hacemos las cosas y en la velocidad a la que encadenamos esas actividades, con o sin pausa. O sea, otra vez la cadencia. 

Todo eso me vino a la cabeza mientras nadaba, con la mirada intermitente entre el cielo y las algas marinas. El fondo del mar es un mundo con un solo ruido, el de las burbujas. Y entonces pensé en El Silencio, la novela de DeLillo que acababa de leer. Un apagón deja a oscuras Nueva York y todas la conexiones digitales se caen. Un mundo fundido a negro no porque no haya luz, sino porque no hay cámaras, ni voz en los teléfonos. Tras esa explosión virtual las personas se convierten en “esquirlas humanas de una civilización”. 

Exceptuando el sexo, mis actividades favoritas y que practico con más frecuencia en vacaciones son bastante silenciosas. Subir montañas, navegar, correr y leer constituyen actos íntimos, poco concurridos cuando no solitarios solitarios y que, salvando la función del GPS, no precisan de ninguna tecnología ruidosa o invasiva. Parece claro que la mirada permanente al exterior que facilitan los dispositivos electrónicos impide, o al menos dificulta, la mirada interior. Hay en el apagón de los móviles, voluntario o no, un reseteo mental que una vez experimentado es imposible no identificar con el auténtico descanso. 

La pregunta entonces resulta inevitable: ¿es necesario que se caigan todos los satélites, ascender a un pico inhóspito o navegar mar adentro decenas de millas para quedarse en silencio, sin cobertura? Parece más sencillo y saludable tratar de hacer off de vez en cuando, aunque estés en tu casa y no sea agosto. En un par de días comienza septiembre, y podremos probar. 

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