Siempre he defendido un mínimo decoro en el vestir como forma de respeto a los demás, pero ayer me crucé unos calcetines blancos con sandalias por una calle de Palma y me emocioné. Me entraron ganas de abrazar al guiri, pero me contuve al comprobar la rojez de su piel. Recién estrenada la primavera caminaba el hombre abrasado y feliz.
No todo el mundo se alegra de ver turistas en Mallorca. Se detecta una cierta animadversión hacia ellos en el ambiente. Esta tensión es de origen diverso. A una minoría de locales la presencia de visitantes les ha molestado siempre, con COVID o sin él. Ahora se suman otros que consideran injusta su movilidad cuando la nuestra está restringida, o que los ven como potenciales contagiadores más peligrosos que sus vecinos, sus amigos o sus compañeros de trabajo.
Hace unas semanas me hice unos análisis de sangre bastante exhaustivos. Al llegar los resultados me escribió Alfredo, médico y sobre todo amigo, para hacerme un resumen en dos palabras: una bomba. El hemograma, la bioquímica y los marcadores hormonales son los mejores desde que me vengo haciendo controles hace años. Practico deporte de manera regular, sin machacarme demasiado, siguiendo la filosofía en los entrenamientos de “menos es más”. Traspasada la barrera de las cinco décadas, mi estado de salud es razonablemente bueno. Esa es toda mi certeza, por eso creo que uno de los mayores fraudes a los que se ha visto expuesta esta sociedad infantilidad durante la pandemia es el del “riesgo cero”, algo tan probable de alcanzar como verme a mi batir el récord del mundo de maratón.
Me vengo a referir a que si pillo el COVID, la estadística apunta a que mi sistema inmune está en buena disposición para dar la batalla. Sin garantías totales, por supuesto, porque la medicina no son matemáticas ni el organismo humano una máquina perfectamente previsible. A pesar de ello no me quiero contagiar por dos motivos: para no someter a mi cuerpo a ese estrés y, por encima de todo, para no contagiar a los demás.
Por eso sigo las recomendaciones de las autoridades sanitarias y cumplo razonablemente las normas impuestas por nuestros gobernantes. Lo hago por civismo, porque en una sociedad donde cada uno hace lo que le da la gana es imposible la convivencia. Pero también por empatía, porque hay personas que en principio llevan peores cartas que yo en esta partida, y a las que debemos intentar proteger entre todos.
Hasta aquí lo del bicho, las defensas del organismo y también la mala suerte si la carga viral del contagio es muy fuerte. Ya digo que no todo el mundo cuenta con las mismas armas en esta guerra, según su edad, las patologías previas o el estilo de vida más o menos saludable que practique. Compasión proviene del latín cumpassio, que significa “padecer con”. Por eso es tan difícil de rebatir este argumento de la compasión física hacia otros más débiles si no eres un desalmado.
Pero luego está la otra batalla, la de llevar el pan a casa cada día. Y aquí es sorprendente comprobar cómo algunos de los que juegan esa partida con todo ases no se avergüenzan a la hora de administrar miseria a los demás. Nada de sufrir juntos. Queda feo escribirlo, pero en España viven unos millones de personas que no han visto mermados sus ingresos económicos ni un euro desde que comenzó la pandemia. Parte de ellos no solo no muestran la más mínima empatía hacia los que esta crisis está zarandeando sin piedad, sino que encima plantean mantener un cerrojazo económico empleando argumentos morales. Ellos están en salvar vidas, dicen.
No se les nota tan contundentes para evitar las víctimas en accidentes de tráfico, que se reducirían a cero si cerráramos las carreteras y prohibiéramos la circulación de vehículos a motor. Ni con los que padecen cáncer de pulmón, proponiendo que se ilegalice el consumo de tabaco. Pero claro, es más sencillo cerrar el aeropuerto que la Vía de Cintura, más fácil clausurar un restaurante que un estanco.
Que cada cual administre como pueda su miedos y sus fobias, pero resulta una bendición volver a cruzarse turistas en Mallorca. Es lo más parecido a la normalidad que hemos visto en meses, y un motivo de esperanza, junto a las vacunas, para los que no cobramos un sueldo público. No hace falta ser católico para en este Domingo de Pascua, por compasión, celebrar la resurrección del turismo.
Bonita reflexión… Creo que seríamos muchos los que nos alegraríamos de la llegada de turistas! Referente a los empleados públicos, no se les puede «culpar» de haberse ganado un plaza fija, si bien es cierto, gracias a Dios que están ellos para mover un poco la economía… Que hagan gasto!!!
Me gustaLe gusta a 1 persona