Hubo una derecha a finales del XIX que para consolidar su poder territorial precisó de un componente ágrafo y paleto. No se puede decir que el Partido Liberal-Conservador naciera de espaldas a la Ilustración presentando como líderes a personajes de la talla de Cánovas del Castillo o Antonio Maura. Pero aquella era una derecha manejada por caciques de pueblo que olían a sacristía, que al salir de misa ponían y quitaban alcaldes entre partidas de cartas en el casino. La traslación a provincias de la ideología liberal supuso un conservadurismo reaccionario que siempre desconfió de la cultura y la educación, no fuera que la gente se pusiera a pensar por sí misma y se jodiera el invento.
Convenía vigilar en qué manos andaban los libros y quién accedía a la enseñanza para evitar disgustos. Ya digo que el alcalde era lo de menos. Bastaba que fuera lo suficientemente tonto, obediente o ambas cosas, para que el tinglado siguiera funcionando. Un siglo más tarde existe una izquierda decidida a sustituir en su papel a aquella derecha cavernícola. Es una izquierda ruralizada que necesita legiones de cazurros capaces de tragar con cualquier cosa que salga de la boca de sus sumos sacerdotes, como antes se hacía desde un púlpito o desde el sillón de un terrateniente.
Bloquear el acceso a la información era fácil hace cien años, cuando solo rulaba por el pueblo una hoja parroquial y un panfleto que hacía de periódico Pero hoy la cosa se ha complicado, porque un escritor de éxito llama imbécil a un alcalde y en horas se han enterado unos millones de ciudadanos, de dentro y de fuera del pueblo. El ridículo nacional que ha protagonizado el alcalde de Palma, José Hila, demuestra que hoy ya no da igual quién empuñe la vara de mando en una ciudad.
No sabemos con qué Hila quedarnos, si con el almirante de la ignorancia o con el destructor de la memoria. Desde el primer tuit de Pérez-Reverte quedó claro que sus compañeros de gobierno municipal y sus asesores le habían metido al alcalde un gol por la escuadra. Pero Hila se mantuvo firme en la portería. La asociación conservacionista ARCA, poco dudosa de veleidades franquistas, tardó solo veinticuatro horas en localizar las actas de los plenos municipales que desmontaban los argumentos esgrimidos para retirar ciertos nombres del callejero municipal. Por no saber, la comisión técnica de “expertos” no sabía ni en qué dirección disparaban los navíos de guerra con nombres de almirantes históricos de la Armada española. Para eso no era necesario bucear en archivos oficiales. Bastaba teclear en Google.
Cinco días más tarde Hila entró enfurruñado en la portería a recoger la pelota que le habían colado, y rectificó. Más vale tarde que nunca, pero el episodio merece una reflexión más allá del error puntual al que se ha referido el alcalde. No parece tan puntual, porque todo este espectáculo lamentable responde a la visión sectaria de la política que trata de imponerse desde algunas instituciones. Es preocupante comprobar cómo el socialismo que aglutinó durante años a la intelectualidad progresista de este país queda en manos de analfabetos funcionales que se deslizan por la senda de una radicalidad garrula y miope. Y lo peor es que necesitan presuponer que sus propios votantes también lo son. Un partido de vocación mayoritaria y transversal como el PSOE no se puede meter con tanta ligereza en los barrizales ideológicos que le plantean el nacionalismo identitario y el populismo de izquierdas.
Para llegar a este revisionismo salvaje es preciso juzgar el pasado con gafas de culo de vaso, obviar los matices y convertir la Historia de un país en un relato para débiles mentales. Esta ha sido la contribución de los “expertos” de Hila. Pero seamos justos. Hila no ha estado solo para hacer este paseíllo bochornoso durante una semana por todos los medios de comunicación de ámbito nacional.
Hasta El País se mofó de los argumentos “antifascistas” empleados por nuestras “eminencias” locales, pero en Baleares fue una sorpresa comprobar como los dos principales periódicos localesreaccionaron en un primer momento en favor de los cambios de nombre de las calles, apelando ambos a una obligación legal y a la necesidad de una labor didáctica para explicar esos cambios. Supongo que esto animó los primeros días al alcalde a mantenerse firme en su disparate. La realidad era la contraria: cuantas más explicaciones daban los Carrió, Jurado, Jarabo y compañía, mejor se entendía su sectarismo y más profundo cavaban el hoyo.
Aunque solo sea por el poder de las redes sociales, este capítulo debería servir para no insultar tan alegremente la inteligencia de los ciudadanos, de derechas, de izquierdas y medio pensionistas, y entender que una institución no se puede gobernar para regocijo de los elementos más ideologizados de un partido, que son precisamente los que a la postre hacen perder las mayorías.
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