“Cuando Narciso murió, las flores del campo se vieron embargadas por el olor y le suplicaron al río algunas gotas de agua para llorarlo.
-Si todas mis gotas de agua fueran lágrimas -respondió el río-, no me alcanzarían para llorar por Narciso. Yo le amaba.
-¿Cómo hubieras evitado amarlo? -preguntaron las flores-. Era tan hermoso.
-¿Era apuesto? -preguntó el río.
-¿Quién podría saberlo mejor que tú? -preguntaron las flores-. Si cada día se recostaba en tu orilla y reflejaba su belleza en tus aguas.
-Pero yo le amaba -murmuró el río- porque al inclinarse sobre mí podía ver el reflejo de mi propia belleza en sus ojos”.
El espejo de Narciso son cien palabras lanzadas al aire, una improvisación genial que Oscar Wilde pronunció en presencia de André Gide allá por 1890. 82 años después nació Pedro Sánchez, el hombre que, caminando por Times Square, ha conseguido fotografiarse sintiéndose Narciso y el río al mismo tiempo. Todo un récord en el campo de la vanidad hipermoderna. En cualquier caso no ha sido original. Ya dijo Wilde en otra sobremesa neoyorquina del XIX que “la vida en Estados Unidos es una larga expectoración”. El Presidente del Gobierno se ha pasado una semana de viaje arrojando esputos por la boca por culpa de un par de ministros menos ejemplares de lo que él predicaba desde el púlpito de la oposición. Ya ha regresado, pero la tos le va a durar hasta que convoque elecciones.
Hubo un tiempo en que no existían los móviles. Ni siquiera se habían inventado las grabadoras. Pero existían hombres tan extraordinarios que sus amigos corrían a anotar las conversaciones que mantenían con ellos. Eran palabras espontáneas, captadas al vuelo, pero de tanto valor que algunas personas sensibles no quisieron que se perdiesen en el aire. Y las escribieron. Años después un editor agrupó esos textos para crear una pequeña joya literaria, un artefacto ingenioso que aporta luz sobre la fascinante personalidad de Oscar Wilde. En El arte de conversar (Editorial Atalanta) se demuestra que Wilde estaba obsesionado con obtener el reconocimiento público que creía merecer, y para ello desplegaba todos los recursos a su alcance. Su manera de vestir, su comportamiento social y, por supuesto, su conversación, formaban parte de una puesta en escena destinada a mostrarse como el genio que era. Medio siglo después llegó Dalí, y más tarde Warhol, pero todo ese marketing ya estaba inventado.
El problema de Sánchez y la parafernalia presidencial que exhibe sin pudor es que no es un genio como estos tres. Aunque bien mirado, ese el menor de sus problemas. Mucho más grave es que no haya leído a Wilde, que escribió que “el hombre que moraliza es, por lo general, hipócrita”. Cuando no disponía de avión para pasear por California, Sánchez se pasó un par de años de gira doméstica luciendo un palmito moral de tamaño alemán, o sueco, repartiendo estopa a diestro y siniestro aprovechando la corrupción del PP. Aventar aquel estercolero estuvo bien, pero su ambición desmedida le llevó a olvidar en qué país vivía. España es un lugar en el que se puede amañar un tribunal para calificar una tesis doctoral, seas o no político. Un país, como otros muchos del mundo desarrollado, en el que algunos ciudadanos que se lo pueden permitir acuden a despachos fiscalistas para pagar menos impuestos sin infringir la ley. Un país en el que una parte del Poder Judicial hace tiempo que perdió el interés en aparentar independencia.
Con estos mimbres Pedro Sánchez construyó un discurso ejemplarizante en un país de tradición católica, o sea, donde la confesión y el perdón sincero lavan los pecados. En España, a diferencia de los países de moral protestante, los individuos asumimos desde la infancia el borrón y cuenta nueva. Pero si eres ministro de un gobierno de moral protestante, que eso es lo que predicó Sánchez en la oposición, lo que vale para los ciudadanos de a pie no puede valer para ti. Fue conmovedor escuchar a Pedro Duque dar explicaciones, o lo que fuera aquello, tratando de saltar el listón allí donde lo había colocado su jefe tiempo atrás, a una altura olímpica, casi inhumana para cualquier contribuyente con cierto patrimonio que haya hecho caso alguna vez a su asesor fiscal. De golpe, otros miles de profesionales de éxito que en su puta vida aceptarían un ministerio en este país.
Ya digo que, al hilo de Wilde, ese moralismo impostado solo puede conducir a la hipocresía. Cualquiera que tenga amigos homosexuales, como el propio Wilde, sabe que el termino maricón es empleado hoy mayoritariamente por maricones, en sus propias palabras. Tratar de desacreditar a una ministra de Justicia por emplear esa expresión en una conversación privada demuestra el nivel abisal al que está descendiendo la política y el periodismo en nuestro país. Lo que inhabilita a Dolores Delgado para continuar al frente de su ministerio es el compadreo chusco con un tipo que alardea de su oficio como extorsionador. Asusta el tono tabernario, casi intimidatorio, que emplea una persona con el poder de toda una fiscal de la Audiencia Nacional. Uno no puede dejar de imaginar aterrado otras conversaciones, otras sobremesas entre jueces y fiscales de Baleares, que acabaron en sumarios y sentencias descafeinadas pero con reputaciones arruinadas de por vida. Este el espejo invertido de Narciso, que nos devuelve toda la fealdad de la cosa pública en la actualidad. Por este camino pronto nadie querrá saber nada de ese mundo espantoso, excepto los adefesios morales que nada tienen que perder.
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