El gabinete de comunicación filtró a los medios que el presidente quizá saliera a dar un paseo por la playa. No era seguro, lo decidiría sobre la marcha. Y entonces apareció él, todo espontaneidad, con un pantalón de traje y unos zapatos de piel recién lustrados pisando la arena californiana. Los periodistas disimularon la risa como pudieron. Richard Nixon quizá haya pasado a la historia como el político menos empático y más tramposo del siglo XX, un título nada fácil de conseguir en una competición tan reñida como esa. A Nixon no se le acercaba ni su propio perro si no había una galleta por medio. Pero además de mentiroso era osado. Hay que tenerlos muy grandes para tratar de imitar la imagen de Kennedy con su melena perfectamente alborotada por la brisa marina, vestido con aquellas camisas maravillosas, mientras jugaba a la pelota en Martha’s Vineyard. Entre las efemérides que se conmemoran este año, nadie dedicará mucho tiempo a recordar que se cumplen 50 años de la elección de Nixon como presidente de los Estados Unidos.
El legado de Nixon se resume hoy por los fracasos de su política exterior en Vietnam, Camboya y Chile. Sin embargo, todos estos desastres pasaron a segundo plano por el caso Watergate, el escándalo de escuchas ilegales, abuso de poder y obstrucción a la justicia que le hizo dimitir. Nixon murió sin comprender cómo lo habían desalojado a patadas de la Casa Blanca por, según sus palabras, “esa tontería de asunto”. Pero la osadía es uno de esos rasgos de doble filo, porque puede provocar actos ruinosos, o hechos que cambien la historia, o al menos aceleren ese cambio. Desde el primer minuto de su mandato Nixon combatió el aislacionismo que hacía furor en el partido republicano, y empezó a trabajar por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con China. Henry Kissinger -por entonces jefe del Consejo de Seguridad Nacional- lo tomaba por un loco, pero al final tuvo que dar su brazo a torcer. Nixon leyó antes que nadie la situación internacional: con China enfrentada a una Unión Soviética que estaba acrecentando su influencia geopolítica, la maniobra de acercamiento permitiría a Estados Unidos recuperar protagonismo en el escenario mundial.
Comenzaron los pequeños gestos, y en 1971 el equipo americano de ping-pong se desplazó a Pekín para jugar un torneo contra los chinos, que se dejaron ganar. El deshielo avanzaba, y el siguiente paso fue enviar a Kissinger en secreto para preparar el viaje de Nixon. La visita no se hizo pública hasta que la delegación emprendió el regreso sin problemas, tal era la desconfianza. En aquellos meses Mao había hecho desaparecer físicamente a su propio ministro de Defensa, Lin Biao, acusado de conspirar contra el Gran Líder, así que no era cuestión de relajarse. En esa situación de incertidumbre, a principios de 1972Nixon se subió al avión presidencial rumbo a China sin tener cerrado en su agenda un encuentro con Mao. Lo que el gabinete de Nixon interpretaba como evasivas para concretar una reunión al máximo nivel… en realidad era otra cosa. Mao se encontraba gravemente enfermo, y no era seguro que pudiera recibir a su visitante. Pero nada más entrar en la suite de su hotel en Pekín, Mao le comunicó que lo recibiría en ese mismo instante. Para espanto de su delegación diplomática y de los servicios secretos, sin pensarlo un segundo Nixon corrió a subirse en una limusina china arrastrando del brazo a Kissinger. La reunión tardó años en dar sus frutos, pero la obstinación de Nixon, su ambición temeraria y aquel impulso irreflexivo fuerontrascendentales para el posterior desbloqueo comercial iniciado en los años ochenta.
Ahora, otro patán social capaz de superar a Nixon en su falta de empatía, ha iniciado una guerra de final incierto. Trump intenta reducir el superávit comercial de China a golpe de unos aranceles que pueden dejar maltrechos a buena parte de sus propios votantes en la América profunda y rural. Las bolsas estornudan y Europa mantiene la respiración ante una decisión que hace temblar todas la piezas de un tablero económico globalizado. El tiempo dirá si todas las piezas saltan por los aires, o si la decisión de un jugador de casino tan impulsivo como Trump empuja a China a ir aceptando la partida con las mismas reglas comerciales que el resto del mundo.
El político con una imagen más parecida a la de Nixon que tenemos en Baleares es José Ramón Bauzá. Ocultó a la opinión pública datos sobre su patrimonio, exigiendo a sus cargos lo que no cumplió él. No tuvo en cuenta las opiniones de nadie, incluidos sus más estrechos colaboradores, a los que terminó dejando en la estacada. Para obtener el cargo de senador autonómico mintió a sus compañeros sobre su salida de la presidencia de un Partido Popular que dejó hecho unos zorros, dividido y desmovilizado. Y como aquel Nixon grogui ya destituido, aún hoy Bauzá sigue sin comprender cómo pudo cosechar el peor resultado electoral de la historia de su partido. La inmensa mayoría del electorado recuerda a Bauzá por sus fracasos. Pero ahora el gobierno de España reconoce su incapacidad para garantizar que en la enseñanza pública de Cataluña se permita estudiar el 25% de las asignaturas en una de sus lenguas oficiales, el castellano, y uno se acuerda de Nixon, y de Bauzá. Este objetivo se ha alcanzado sin mayores problemas en un estado plurilingüe como Bélgica, incluso en uno confederal como Suiza. Estas son las democracias avanzadas escogidas por nuestros “presos políticos” como sus destinos favoritos para el “exilio”. Pero en nuestro país reclamas lo mismo y eres un fascista.
De manera impulsiva, sin recursos económicos, ni método científico que lo avalara, ni apoyos entre la parte más sensata de la comunidad educativa dispuesta a buscar un punto de equilibrio, ni estrategia de comunicación, ni plazos razonables, Bauzá trató de poner coto a la inmersión lingüística obligatoria de factoque opera en Baleares. Un propósito tan loable, o al menos discutible desde la razón pedagógica, quedó sepultado por sus mentiras compulsivas. Pero el problema sigue ahí, hasta el punto que la portavoz de un partido que se supone que no es nacionalista, el PSC, ha declarado que la inmersión lingüística “ha contribuido de manera decisiva a la cohesión social en Cataluña”. Con la que está cayendo, que Dios le conserve la vista, o el resto cambiaremos de oftalmólogo. Los casos de Nixon y Bauzá demuestran que un político autoritario, sin empatía y alérgico a la verdad puede funcionar como un reloj averiado, que acierta la hora al menos dos veces al día.
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