La columna de hoy me la habían dejado escrita cuatro desaparrados que van de antisistema asustando turistas. A uno de estos chavales lo sacaron en la tele haciendo declaraciones y daban ganas de acogerlo en casa este verano, dejarle un par de libros, darle conversación… no sé, lo que fuera necesario para que aprendiera a enlazar dos frases sin parecer oligofrénico. Uno piensa que el independentismo catalán trufado de anarquismo violento debería tener mejores portavoces, pero es posible que a esa edad tan tierna semejante brebaje ideológico deje cualquier cerebro hecho fosfatina. Luego vino lo de siempre, la tibieza de una parte de la izquierda a la hora de juzgar la intimidación, la amenaza, el matonismo político de toda la vida disfrazado en este caso de preocupación por el medio ambiente o por los salarios de los camareros. Sería de risa si no fuera porque a esta “violencia de baja intensidad” -desgraciada expresión- se le coge el gusto enseguida y es expansiva por definición. O sea, si sale gratis la siguiente es más gorda.
Pero he recordado que ya estamos en agosto, y mi psiquiatra hace años que me tiene prohibido escribir de estas cosas con medio país de vacaciones. Nunca me aclara si es por mi salud mental o la de los lectores. El caso es que se ha puesto de moda la turismofobia. Queda cool comentarlo en las cenas estivales, pero hay que manejarse con cuidado para no quedar como un idiota. Todos somos turistas, y no sólo en nuestra casa. Ahí aparecen las tipologías: el turista culto y el borrego, el civilizado y el bárbaro, el que gasta y el rata, el que viaja como vive y el que viaja para ser otro, normalmente más salvaje. Existen infinidad de categorías, pero ya digo que con esta canícula cayendo a plomo toca aligerar la columna, y para eso hablaremos del equipaje.
Da la impresión que en los últimos tiempos se impone el turista minimimalista, con todo lo necesario embutido en una maleta de menos de diez kilos para poder transportarla en cabina. Pero es un espejismo provocado por el low cost aéreo, que cobra el bulto facturado casi al mismo precio que el billete del pasajero. Para comprobar si el turista es capaz de viajar con lo imprescindible hay que fijarse en los vuelos de larga distancia. Ahí se establece la diferencia entre el trotamundos contenido que reduce al máximo la carga, y el que se ve en la necesidad de colocarse en todos los escenarios posibles que se le puedan presentar en las siguientes dos semanas: ópera o ascensiones alpinas, fiestas elegantes o barbacoas con niños, frío o calor inesperado, súbito desabastecimiento de alimentos o artículos de higiene en todo la región visitada, enfermedades varias, terremotos, y en este plan.
Una vez fui de trekking en grupo y vi un equipaje alucinante. La bolsa ocupaba más espacio en la tienda de campaña que su dueño, que sobrepasa el metro ochenta y ronda los cien kilos de peso. Cuando la abría en dos mitades aquello parecía el Gran Bazar de Estambul. Al mostrarla nos tranquilizaba diciendo que no nos iba a faltar de nada, y era verdad. Estábamos en Etiopía, nos podría alcanzar allí una ola de frío polar y nadie pasaría frío. O una de sus hambrunas, por desgracia habituales, y tendríamos quelitas y sobrasada para un mes. Y digo que era verdad porque el dueño de aquella maleta portentosa es una de las personas más generosas que he conocido. Casi no lo había tratado antes de la expedición, y solo lo conocía de verlo por televisión, en unas imágenes que durante años se repetían en bucle en los informativos de televisión. Se le veía saliendo esposado de un furgón policial para entrar a declarar en un juzgado penal. Soy licenciado en derecho, conozco el principio de presunción de inocencia y he sido crítico con las filtraciones que no respetan la discreción que debe regir determinadas actuaciones judiciales para evitar daños irreparables a los investigados. Esta no es una opinión mía. Lo establece la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Tengo muy claro que un sumario no es la Biblia, y a pesar de ello he de reconocer que aquellas imágenes y tantas páginas de periódicos me instalaron por un tiempo en la duda.
El año pasado volvió de viaje con el grupo. La bromas sobre su equipaje al estilo del baúl de Concha Piquer debieron hacer mella en él, porque trajo la misma bolsa, pero con menos ropa. En las estribaciones del Kanchenjunga se adelantó el frío himaláyico, y tuve que dejarle mis mejores calcetines y el gorro más grueso que tenía para tapar su calva oronda. Nunca le pregunté por su situación judicial, pero él quiso contarme. Ahora que han desimputado a Rafa Durán por el caso Palma Arena, y que ningún medio podrá dedicar a esa noticia el mismo espacio que le dio a su periplo de ocho años en una causa por corrupción, quería aprovechar este espacio de opinión para recordar a todos, incluido yo mismo, que nadie es culpable hasta que no lo dice una sentencia. Rafa Durán ha aligerado una carga muy pesada en su vida y en la de su familia, así que puede volver a meter en su maleta todo lo que quiera, y seguir siendo uno de los mejores compañeros de viaje que he conocido nunca.
Deja una respuesta