Escena número uno: acceso a la terminal de vuelos regionales del aeropuerto de El Prat. Para aligerar las colas kilométricas en la T2 la dirección del aeropuerto también permite el paso por ese único arco a los pasajeros de vuelos internacionales. Dos vigilantes de seguridad aceleran y ralentizan el filtro en función del cristo que se va montando en el pequeño vestíbulo de la entrada, solo para evitar que la puerta automática termine golpeando a algún pasajero. Una simpática auxiliar con acento sudamericano se esfuerza por ordenar la hilera dando instrucciones a voces, y ante un requerimiento educado de un usuario del aeropuerto por la larga espera contesta que la huelga del personal de seguridad es un tema de los vigilantes, que ella solo es auxiliar, y que no hay que perder nunca la sonrisa. El usuario, mismamente yo, le contesta risueño que, además de no perder la sonrisa, sería importante no perder los vuelos. Y el de atrás añade: y tampoco perder la paciencia.
Ha transcurrido casi una hora desde que llegamos al control, y estamos ya cerca del arco de seguridad. Se acerca un tercer vigilante, se coloca junto a la pantalla del escáner de equipajes de mano y exclama: “no hay guantes de goma, voy a buscarlos”. Una de sus dos compañeras, la que se está encargando del arco de seguridad, se gira y contesta: “te acompaño”. El acceso se queda con un solo vigilante que detiene la cinta de equipajes a la espera de que vuelvan sus colegas, de paseo los dos a por una cajita con guantes de látex. Quiero recordar que estos dos jetas tienen atribuidas por ley algunas funciones similares a las de un agente de la autoridad, incluida la de portar armas de fuego y hacer un uso proporcionado de la violencia para retener a un ciudadano. No es fácil reconocer esa autoridad y guardar el debido respeto a quien se salta sus obligaciones y se ríe en tu cara aprovechando su posición de fuerza. Un vigilante de seguridad no es un jardinero.
Escena número dos: han pasado diez minutos con la cola prácticamente parada. Son las 10:25, y detrás de mi espera un padre de familia con sus cuatro hijos, con edades aproximadas entre los diez y los veinte años. Han llegado al aeropuerto con cinco horas de antelación sobre el horario de su vuelo a Canadá. Aún tienen que pasar el control de pasaportes, y corren un riesgo elevado de no llegar a tiempo a su puerta de embarque. El padre está nervioso. No quiero imaginar lo que ha podido pagar ese hombre en billetes para toda la familia. De repente se gira, y en voz baja ordena a sus hijos que se ajusten bien las mochilas sobre los hombros. El segundo paro parcial del día comienza en cinco minutos. Si la fila sigue sin moverse y ellos se quedan a este lado del arco les dice que van a pasar corriendo el control, y que ya vendrá la Guardia Civil a buscarlos a la puerta de embarque. He leído las declaraciones de un portavoz del Comité de Huelga de Eulen diciendo que en ningún momento puso en riesgo la seguridad en el aeropuerto de Barcelona, y superada la risa floja lo siguiente que he imaginado ha sido a ese hombre en aquel control, y una estampida de pasajeros pasando por encima de él para no perder sus vuelos. Ya se sabe cómo funciona el efecto imitación en las masas.
Diga lo que diga el laudo arbitral impuesto por el Gobierno, las huelgas de los vigilantes de seguridad en El Prat han sido un éxito. Digo huelgas porque han sido dos: la legal, con paros parciales, y la ilegal, que algunas almas tiernas llaman “de celo”, que ha provocado más perjuicios que la otra. Y digo éxito porque el voto favorable a los paros de poco más de 150 empleados ha obligado a convocar todo un Consejo de Ministros extraordinario en pleno mes de agosto. Para que luego digan que los políticos son unos vagos.
A partir de aquí escuchamos las reacciones a la decisión del Gobierno de enviar a la Guardia Civil para garantizar el servicio público y la seguridad en el segundo aeropuerto del país. Los sindicatos hablando de esquirolaje… sin novedad en el frente. Si en una época de salarios paupérrimos y precarización masiva del empleo no han recuperado un ápice de prestigio entre los trabajadores, quiere decir que falla el modelo y el planteamiento global de la acción sindical en el siglo XXI. Luego viene la CUP, Podemos y el resto de la extrema izquierda, al parecer reivindicando la huelga como único derecho sin límites. Esta gente juega en otra liga y no hay nada que objetar. Pero escuchar al portavoz del PSOE criticando la decisión del Gobierno es revelador del tipo de oposición de patada en la espinilla que nos espera en los próximos años. Hasta Ada Colau y Puigdemont han tenido que asumir su posición institucional en el conflicto, pero Sánchez ha preferido echarse al monte olvidando que en su partido aún militan políticos responsables. Alfredo Pérez Rubalcaba envió el ejército a las torres de control de toda España para acabar con el abuso de los controladores, en la decisión más valiente y acertada que tomó como ministro. Y mira que ha sido larga su carrera política. Lo gracioso y triste al mismo tiempo es que si Sánchez hoy fuera Presidente del Gobierno tomaría la misma decisión que Rajoy, porque una cosa es predicar en una rueda de prensa y otra dar trigo en los aeropuertos en pleno mes de agosto.
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