No hace mucho leí un libro inolvidable sobre libros olvidados. Mejor dicho, es un libro sobre textos que no llegaron a evaporarse de nuestra memoria porque solo fueron pensados, o soñados, en ningún caso publicados. Son libros nonatos para los lectores porque el autor arrojó el manuscrito a una hoguera, o los devoró una guerra, o fueron víctimas de la censura. En ocasiones jugó la fatalidad -una pérdida de la única copia en el vagón de un tren, un incendio fortuito, un ladrón despistado…- o también la voluntad de los herederos del autor, guardianes de una reputación póstuma que quizá el fallecido nunca pretendió. Historia de los libros perdidos (Editorial Pasado&Presente), de Giorgio Van Straten, es un ensayo delicioso que bucea en obras invisibles de Lord Byron, Ernest Hemingway, Walter Benjamin, Malcolm Lowry o Silvia Plath, entre otros. Todos ellos fueron autores superlativos que algún momento de sus vidas bebieron de la misma taza de sueños que un columnista cualquiera de provincias: lo que pudo ser y no fue.
Encuentro aquellos libros ansiados y no paridos en las obras que leía con veinte años. Aquella fogosidad juvenil primero se traducía en subrayados furiosos, de trazo grueso, que iban dejando paso a las llamadas en los márgenes, más tarde a las anotaciones breves, y finalmente a comentarios paralelos que llegaban a cubrir todo el espacio no impreso de la página. Pero, como ya he explicado, los libros tienen vida propia, incluso los que no han nacido. Las novelas no solo entran y salen de tu memoria, sino también de tu biblioteca. Uno de aquellos libros machacados por mi lápiz cayó en manos de un amor de juventud, y su mirada hacia mi ya nunca fue la misma. Desde entonces, cuando estoy leyendo pienso que me da pereza levantarme a por un portaminas para anotar alguna idea que se me ocurre, cuando en realidad es pánico a que el libro caiga en manos de Charlize Theron.
Sucede que a veces no tengo que levantarme. El lapicero queda al alcance de mi mano, y me quedo sin excusas. La casualidad quiso que hace unos años estuviera releyendo a uno de esos genios de los libros perdidos. Devoraba París era una fiesta a punta de metralleta, anotando de nuevo en lo blanco como si aquello fuera una carrera imposible contra Hemingway. Entonces sonó el móvil. Era mi padre, esperando para tomar un vuelo, supongo que aburrido. Y casi sin explicación me la pasó al teléfono. Solo sabía de ella por los medios de comunicación, pero conocía a una de sus amigas del alma, pareja de un buen amigo mío. Hablamos de la vida por culpa de María, su colega de infancia, golpeada demasiado joven por un cáncer felizmente superado. La cosa se puso tan trascendental que parecíamos conocernos personalmente. Hubo un momento embarazoso provocado por aquella extraña intimidad, tan imprevista, y de repente cambiamos de tema. Pasamos al baloncesto, otra de sus pasiones, que en realidad provocó la carambola de aquella conversación. Yo conocía desde niño a la pareja de su amiga María. José Luis Galilea, Cuki para los amigos, jugó en el Real Madrid, en el Barça, en el Kinder de Bolonia, en la liga griega, una veintena de partidos con la selección española… Ganó tres ligas ACB, dos Copas del Rey, una Copa de Italia… un curriculum meritorio pero algo corto para un jugador de extraordinario talento. Recuerda un poco a aquellos libros perdidos: lo que pudo ser y tampoco fue.
De lo que no hablamos aquel día fue de política. Yo la tenía por una mujer un tanto obsesionada por su imagen, abducida por aquella estrategia zapateril que daba más importancia a la forma que al fondo, a una fotografía que al contenido de un proyecto de ley. El tiempo demostró que tenía más fuste y cabeza de lo que aparentaba, y sin duda vio antes que otros algunos errores de su partido. Quizá llegara demasiado pronto a todos los puestos de su carrera política, y en eso su trayectoria fue coherente con su filosofía de vida. Hablando de la enfermedad de su amiga, y seguro que también de la suya, que yo desconocía, me dijo: «Jose, la vida hay que comérsela a bocados, así el final nunca nos podrá coger desprevenidos». Nos quedamos ambos en silencio al teléfono, y luego empezamos con el basket. Se nos fueron los minutos volando, hasta que el avión que la llevaba junto a mi padre a Santiago de Chile estaba a punto de despegar. Me pidió que la llamara un par de semanas más tarde para vernos cuando yo fuera a Madrid, y le prometí que lo haría con la condición de seguir sin hablar de política. ¡Te lo juro!, contestó, y rompió a reír. Me fascinó la empatía extraordinaria de aquella mujer poderosa, apasionada por su trabajo, fiel a sus ideas y leal con sus amigos. Retomé el ejemplar de Hemingway, que de tanta anotación acumulada funcionaba también como agenda personal, y escribí en la primera página: «llamar a Carme Chacón». No lo hice, por pereza, o pensando en otra carambola del destino, y me arrepiento. Descansa en paz una mujer a la que el final no cogió desprevenida porque se comió a bocados la vida.
Confieso que no sabía muy bien por donde iba…el artículo…pero al final todo «cuadra». Enhorabuena una vez más por otro magnífico artículo, que he leido con mucho interés y que lo he disfrutado, también de volver a leer…sin anotaciones!!!
Me gustaMe gusta
Gracias Carles! Un abrazo
Me gustaMe gusta
Te estas volviendo poeta JMB…. 😉
Me gustaMe gusta
😂😂😂 no tanto. Pero gracias 😜
Me gustaMe gusta