Gracias a la muerte de Leonard Cohen y al Nobel de Bob Dylan nos enteramos que millones de personas en todo el mundo admiraban la música y las letras de estos dos mitos desde su más tierna infancia. Supongo que son los mismos que jamás se acercaron a un cine para ver la saga de Porky’s, ocupados ya durante su adolescencia en la filmografía de Tarkovski e Ingmar Bergman. Mientras algunos nos desperezábamos con libros de Agatha Christie y Eduardo Mendoza, la vanguardia intelectual juvenil trajinaba con Cavafis y Tolstoi. Yo no. Esta columna va de confesión y petición de disculpas: no descubrí a Van Morrison hasta pasados los treinta. Ni a Vila-Matas. Ni a Lars Von Trier. Mea culpa.
Hoy saldré por fin del armario musical. Me gustaba George Michael. Miento. Me gustaba mucho George Michael. Un día no hace tanto se lo conté a un conocido cultureta, y me sonrió compasivo antes de recomendarme lo último de Antònia Font. Como lo había conocido frisando los cuarenta, lo imaginé quinceañero con gafas de pasta y barba hipster, y entonces me dio pena él. Pero no se lo dije, porque según me contó tuvo una juventud mucho más aburrida que la mía, y me pareció una crueldad innecesaria. Hoy leo y escucho a algunos como si no se hubieran puesto unas hombreras en su vida. Nadie vistió un calcetín blanco ni para jugar a tenis, ni movió el culo en un bar a ritmo de pop comercial. Al parecer todos follábamos después de recitar a Neruda. En mi juventud pude escuchar en directo en el Festival de Jazz de Vitoria a Oscar Peterson, Dizzy Gillespie, Sarah Vaughan, BB King, Joe Pass, Miles Davis, Randy Crawford, Al Jarreau, Pat Metheny o Wynton Marsalis. Pero no había valor para reconocer que habías cerrado una discoteca agarrando unas caderas al ritmo de I want your sex.
En los últimos años he pasado miles de horas desgastando zapatillas deportivas con los auriculares puestos. Ahora veo que de las veinticinco canciones que más he escuchado varias son de George Michael. He amanecido muchos días con la vista en el Mediterráneo y los suaves acordes iniciales de Amazing arrancando con mis primeras zancadas. He avanzado paralelo al mar sabiendo que su dúo magistral con la gran Aretha estaba esperando por mi en mitad de la lista de reproducción. Y al final de la carrera los coros de Freedom disparaban mi pulso hasta notar la adrenalina asomando por cada poro de la piel.
Pero no todo ha sido correr. Antes sudábamos en la pista, o incluso tumbados frente al televisor de tubos catódicos. Si alguna vez quise ser taxista fue para acariciar aquel vientre liso y perfecto que aparecía a contra luz en el video-clip de Father Figure. Perseguí a su propietaria, la modelo Tania Coleridge, hasta acabar seducido por la obra fotográfica, poderosa y sexual, de un Helmut Newton que la convirtió en su musa. George Michael era guapo, malo y bailaba como dios, por eso era odiado y admirado por hombres a partes iguales. De estos últimos, los admiradores, sólo los que conservábamos algo de vergüenza no nos atrevimos nunca a imitarlo. Nos limitamos a envidiarlo. Hoy las cosas han avanzado tanto en cuestiones de igualdad que miles de mujeres no se sienten libres para reconocer que les gustaba aquel macarrismo puesto en movimiento a caderazo limpio.
Después nos hicimos adultos, como George Michael. Llegó el soul, el compromiso social y la madurez artística, acompañada de excesos con las drogas y escándalos sexuales. Comprobamos que un gay puede besar a una mujer mejor que un hetero, porque lo habíamos visto. Y algunas certezas se tambalearon un poco. En 2011 volvió a los escenarios, y yo me acerqué a Bilbao para verlo en directo por primera y única vez. En aquella gira Symphonica se hizo acompañar por una multitudinaria orquesta de virtuosos, y sus baladas sonaban por fin a música culta. Pero Michael sabía lo que había entre el público, y al final del concierto se quitó las gafas de sol, se bajó del taburete y de un salto volvió a los noventa. En un segundo nos quitó a todos veinte años de encima. Yo estaba sentado en una de las primeras filas, pero la gente se levantó y algunos nos acercamos al pie del escenario. Y entonces me miró, varias veces, o al menos eso dijo mi novia, que bailaba y reía a mi lado. Los celos deberían ser siempre tan divertidos como aquel día.
Notas que te haces mayor cuando se te pasan del todo las ganas de aparentar lo que no eres. Me gustaba un tipo que pasó varios años de su vida interpretando canciones facilonas. Cuando dejó de hacerlo se declaró homosexual y comenzó a poner en peligro su vida y la de los demás conduciendo bajo los efectos del cannabis. Pero yo seguí admirando su insumisión ante la hipocresía social y su talento musical. Que Dios y Dylan me perdonen.
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