MEJOR EN VIDA

papa, maria y yo

Un niño sube furioso unas escaleras armado con una escopeta. En el rellano se cruza a su madre con el rostro bañado en lágrimas. Le pregunta al pequeño a dónde va, y éste le responde que al cielo.

-¿Y a qué vas al cielo, hijito mío?
– Voy a matar a Dios, que ha matado a papá.

Alejandro Dumas perdió a su padre cuando aún no había cumplido cuatro años, y a los 45 recordaba así la escena del día de su muerte. Dos siglos después el periodista neoyorkino Tom Reiss ha publicado en España “El conde negro” (Editorial Anagrama), la conmovedora biografía del padre de Dumas, que fue el primer general de raza negra del ejército francés, héroe revolucionario e íntimo enemigo de Napoleón Bonaparte. El emperador, bajito y enclenque, envidió con toda su alma a este hombre atractivo y viril, y lo dejó morir casi en la indigencia, sin honores ni reconocimiento. Pero no sólo fueron celos de aquel físico privilegiado. El choque ideológico se produjo porque Dumas padre defendió hasta su muerte los ideales originarios de la Revolución Francesa como movimiento liberador de la ciudadanía, frente al autoritarismo dominante del sátrapa corso. La lectura de esta vida intensa ayuda a comprender el gran homenaje póstumo que el hijo le tributó a través de toda su obra literaria. El cautiverio de su padre en el sur de Italia inspiró la historia de Edmond Dantès, el conde de Montecristo, y las crónicas de sus campañas militares son fuente de las escenas más trepidantes de “Los tres mosqueteros”. Escribió Alejandro Dumas: “Yo adoraba a mi padre. Aún lo quiero con un amor tan tierno, profundo y verdadero como si hubiese velado por mi juventud y yo hubiese tenido la bendición de pasar de ser un niño a ser un hombre apoyado en su poderoso brazo”.

A los 19 años enterré a mi primer amigo, tras pasar un camión por encima de él y de su moto. Ese mismo año falleció mi abuelo paterno, a los 73, de manera fulminante, sin avisos ni síntomas de enfermedad. No tengo ningún recuerdo suyo convaleciente, y cuando acompañaba a mi abuela a un hospital se mareaba en el vestíbulo de entrada al ver pasar a los médicos. Aquellos fueron momentos de dolor, pero la muerte aún no formaba parte de la vida. Era más bien un percance, ese número de lotería que te toca sin jugar, una contingencia sin remedio, pero lejana e improbable. Pasan los años, los boletos premiados se van acumulando, y entonces te ves sentado en mitad de la sala del bingo, con varios cartones en la mano sin haberlos pedido, y comienzas a entender que la partida no va a durar para siempre. Hay una edad en la que la muerte deja de ser un accidente.

La percepción de finitud de la vida a menudo llega tarde, y por eso creo que dejamos tantas cosas sin hacer, y sin decir. Supongo que por razones de orden natural, con el paso de los años las personas a las que expresamos con más frecuencia lo mucho que les queremos es a los hijos. Sabemos que nos iremos antes, y quizá también intuimos que la inversión de ese orden natural, es decir, sobrevivir a un hijo, es una de las experiencias más terribles que puede afrontar un ser humano. Por eso no queremos dejar nada en el tintero con ellos. Pero con el resto de seres queridos no sucede así, y tendemos a negar la finitud de sus vidas, porque en realidad lo que hacemos así es negar la finitud de las nuestras. Activamos todos los mecanismos de inhibición, y dejamos para mañana lo que deberíamos decir hoy.

Hace unas semanas, un periodista al que aprecio y respeto pedía perdón en una de sus columnas por mencionar a su difunto padre y agradecerle públicamente todo lo que aprendió de él. Me impresionó la disculpa, y no pude evitar ponerme triste al pensar lo mucho que le hubiera gustado a aquel hombre leer las palabras de su hijo. Como al padre de Dumas. Tengo 45 años, los mismos que el gran novelista francés cuando recordaba la muerte de su progenitor. Y mi padre tiene 73, los mismos que mi abuelo cuando falleció. El otro día sufrió un percance físico y me llamó de noche, frágil y asustado, como yo cuando era un niño y me caí en las rocas de una playa en Galicia. Acudí a él para apoyarme en su brazo poderoso, como imaginaba Dumas con su padre ausente, y encontré en su mirada la tranquilidad que buscaba. Si había llegado ensangrentado hasta mi padre ya no me podía pasar nada malo. A él le debo haber pasado de niño a hombre sin notar un segundo su ausencia cuando lo necesité, y también su amor por los libros, el compromiso con unos valores, su honestidad intelectual y una visión moral del mundo y de las relaciones humanas que he tratado de no emborronar demasiado. El otro día se cayó, pero mi padre es un hombre que toda su vida se vino arriba en los momentos más difíciles, los suyos y los míos. Como no tengo el talento de Alejandro Dumas, he preferido recordárselo ahora y darle las gracias en vida.

13 Comments

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  1. Gran artículo.
    Da que pensar.
    Yo perdí a mi padre hará 1 año el mes que viene.
    Y si pude darle las gracias en vida, yo tampoco soy Dumas, ni escribo como tu, pero a veces no es necesario.

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  2. Un lujo leerte! Qué bonito! Bravo!!!

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  3. Chapeau, superbe, magnifique!!!

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  4. Preciosa la definición de tus vivencias. Gracias por compartirlas

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  5. Lo verdadero transciende. El momento para decir o hacer algo siempre es el que toca … mientras nuestros seres queridos siguen vivos o ya no …. el tiempo es una ilusión. Es la emoción que nos nutre. No tiene que pasar mucha cosa para recordarnos pero cuando nos ha llegado cerca, ya no se borra de la memoria. Y no hace falta juzgar. Lo bueno es bueno y lo malo con el tiempo también se convierte en bueno porque todo tiene su porque. La vida es un milagro y se merece una celebración! Me encanta vivir y ester atenta al aprendizaje que representa cada día. Me llena enormemente el saber que todo tiene sentido. 🙂

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  6. Emocionante, a los que hemos tenido el privilegio de tener un gran padre, nos llega muy pero que muy profundo en mensaje. Excelente artículo

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  7. Enorme Jose cada día que te leo me gusta más lo que escribes y como lo escribes.

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