Mañana se cumplirán 150 años de su primera ascensión. No es el más alto, ni el más difícil, pero ningún otro alcanza su leyenda. El 14 de julio de 1865 siete hombres hollaron por primera vez la cima del Matterhorn, protagonizando una de las historias más conmovedoras del alpinismo clásico. Los siete miembros de una expedición británica alcanzaron la cumbre desde el lado suizo, en un ascenso rápido y limpio tras haber pasado la noche a más de 3000 metros de altitud. Lo hicieron sin goretex en las botas, ni plumíferos termoreguladores, ni camisetas técnicas. Recorrieron los últimos metros de aquella arista vertiginosa con calzado de piel, clavos en las suelas, ropas de lana gruesa y sombreros de fieltro. Desde allí, a caballo entre dos países, vieron aproximarse por la vertiente italiana a los hombres de la otra expedición que competía con ellos por pasar a la historia. Porque el Matterhorn, el Cervino para los italianos, fue la última de las grandes cumbres de los Alpes en ser escalada. Exultantes, les gritaron desde la cumbre para anunciarles su derrota, y llevados por una euforia pueril llegaron a lanzar bolas de nieve hacia aquellos puntitos oscuros que se movían a lo lejos sobre un paisaje blanco. Quizá fueron las últimas risas antes de la catástrofe.
Habían salido desde Zermatt dos días antes. Un siglo y medio después, cuando paseas por las calles de este pueblo de cuento, comprendes que aquella jornada marcó para siempre su historia. Y de alguna manera, sigue conformando el carácter de sus habitantes, que conviven de manera natural con la muerte y la tragedia provocada por una de las montañas más bellas y despiadadas del mundo. En Zermatt vas a comprar la leche para desayunar y atraviesas su cementerio, incrustado en mitad del pueblo como si fuera un parque infantil, con sus columpios alineados en forma de lápidas. Las tumbas de los niños tienen cochecitos y muñecas que descansan junto a sus jóvenes dueños, como esperando a volver a ser útiles algún día para arrancar sus sonrisas. No hay muros, ni verjas, ni puertas cerradas. Los vecinos difuntos descansan en mitad de la población como si sólo cambiaran de distrito. En Zermatt más que en ningún otro lugar, los muertos simplemente se van al otro barrio. Pero este camposanto es sólo para residentes, porque justo en frente, en el lado izquierdo de la calle que asciende hacia la iglesia, hay un espacio más reducido reservado para forasteros, los que perecieron subiendo o bajando alguna de las imponentes montañas que rodean Zermatt, sobre todo el Matterhorn. A mi me pareció un memorial dispuesto a modo de aviso a navegantes, con esa eficacia suiza tan fría y calculada.
Pero volvamos a la historia de nuestros siete héroes. Poco después de iniciar el descenso, un simple resbalón provocó que cuatro de ellos se despeñaran por la pared norte. El drama pudo haber sido completo de no haberse roto la cuerda que unía al grupo. Cuando los cuatro primeros escaladores permanecían colgados pero sujetos por los tres últimos, la soga no soportó la tensión y se quebró. Un joven lord inglés, un reverendo, un guía y un estudiante se precipitaron al vacío durante 1200 metros. Uno de los cadáveres nunca se recuperó. La cuerda rota puede verse en el museo de Zermatt, repleto de fotografías y recuerdos de aquellas primeras expediciones alpinas. Hasta aquí la versión oficial del desastre. Lo que se cuenta en voz baja, siguiendo las pautas de la acreditada discreción suiza, fue que uno de los tres supervivientes, ante la imposibilidad física de izar a los cuatro compañeros suspendidos en el aire, tuvo tiempo y fuerzas para sacar una pequeña navaja de su pantalón y cortar la cuerda, salvando así su vida y la de los otros dos compañeros.
Se escuchan muchos juicios estúpidos sobre decisiones terribles que se deben tomar en la alta montaña. Se analizan con frivolidad situaciones extremas que sólo conocen los que las han vivido de cerca. Uno comprende mejor los vínculos personales que se generan allí arriba cuando ha caminado alguna vez encordado por una arista de hielo. Dependes de otros, y otros dependen de ti. Confían en tu concentración, en tu responsabilidad, en tu disciplina, en tu solidaridad si se presenta un problema. Y tú confías en ellos. Así funciona el asunto, y por eso hay que elegir bien los compañeros de cordada. La primera vez que me calcé unos crampones para ascender encordado el guía me tranquilizó todo lo que pudo, dándome pautas y explicándome las normas que rigen el grupo. Sólo me pidió que, si decidía lanzarme precipicio abajo, no convenciera a los otros dos para hacerlo al mismo tiempo, porque entonces no nos podría sujetar a todos y él también volaría con nosotros.
He escuchado durante la pasada semana las intervenciones de varios líderes y parlamentarios europeos, de distintos países, y me ha quedado claro que Alexis Tsipras no sería un buen compañero de cordada. Cualquiera puede tropezar, y no todos tienen la misma fuerza física y mental. Se puede discrepar de la ruta a seguir o del ritmo en la ascensión, pero es indispensable la buena fe dentro del grupo. El primer ministro griego salta continuamente hacia el precipicio porque sabe que va en una cordada que no quiere víctimas, que ha apostado por subir y bajar la montaña todos juntos. Pero es una temeridad pensar que nadie va a sacar nunca un cortaplumas, y dejarlo caer para salvar la expedición.
En la Europa concebida por sus grandes inspiradores como Adenauer,Monnet,Schuman o De Gasperi entre otros ,no caben los extremismos de izquierda de Tsipras ,Pablo Iglesias y demás colegas.Una cordada con estos es un suicidio
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