Ha sido un recibimiento apoteósico, con tambores y trompetas. Resulta digno de análisis el trabajo colectivo de demolición emprendido contra Xavier Pericay al hacerse público que encabezará la candidatura de Ciutadans en Balears. Los martillazos han comenzado a sonar de manera inmediata y al unísono, como si hubiera un maestro de obras dirigiendo el derribo de su estatua. Pero no lo hay. Ha sido una reacción espontánea de todos los periódicos de esta comunidad, excepto uno. A esta labor destructora se han aplicado con brío una mayoría absoluta de periodistas y opinadores, empleando la maza con diferentes grados de intensidad. Ha habido quien ha golpeado a Pericay con una violencia argumental tan grosera que no merece la pena detenerse en sus palabras. Y no tanto por las falsedades empleadas, sino más bien porque están dirigidas a torpes, o a sectarios, incluso a privilegiados que atesoran ambas cualidades al mismo tiempo. A riesgo de pasar desapercibido, esta columna aspira a ser leída por personas que comparten o discrepan de sus ideas, total o parcialmente, pero siempre desde el espíritu crítico, la tolerancia y el respeto a la inteligencia del lector. Por ello me niego a desmontar aquí las falacias interesadas o los insultos que ha recibido Pericay estos días en los medios de comunicación.
Mucho más preocupantes son los golpes bajos, la erosión sutil, el desprecio subliminal de su figura empleando argumentos “ad hominem”, pero de baja intensidad. Ese tipo de corrosión blanda sobre la imagen de las personas es la más inteligente, la más efectiva, y sin duda la que mejor emplean las ideologías totalizantes contra las personas que se significan en contra de su proyecto político. Reconozco que me han sorprendido algunas de estas críticas escritas por personas a las que tengo por razonables. En su descargo quiero pensar que si hay un asunto en esta tierra capaz de hacer perder los papeles al más sensato, ese es el de las lenguas: la propia, la impropia, los dialectos, las modalidades, el Decreto de Nueva Planta, y de ahí ya nos vamos viniendo arriba. Para colmo de males, Xavier Pericay es catalán. Este accidente biográfico, imperdonable, está jugando en su contra, sobre todo entre los defensores de esa unidad de destino en lo universal que constituyen los Països Catalans. No quiero imaginar qué se hubiera escrito si Ciudadanos llega a presentar como candidato a un vasco, o peor aún, a un cordobés, como Montilla. Llegados a este nivel en las críticas, es sorprendente no haber leído nada aún sobre el bigote del candidato cunero.
De Pericay se han mofado con ironía por definirse a sí mismo como un disidente, término que parece quererse acotar a una sola ideología totalitaria, el comunismo. Pero el fundamento básico, el mecanismo de represión de toda visión colectivizadora es el mismo en los otros dos movimientos de masas nacidos en el siglo XX, el fascismo y el nacionalismo. En la versión dura, Pericay es un traidor a la causa, porque no se concibe que un tipo que sólo leyó en catalán y en francés hasta pasados los cuarenta años se pueda desviar tanto de la fe verdadera. Pero es que existe otra circunstancia que agrava su deserción: su condición de filólogo catalán. Aunque Pericay llegara a esos estudios dando tumbos desde otras facultades, su titulación y posterior curriculum profesional desmonta el argumento de autoridad y sabiduría que cierra cualquiera de estas homilías científicas: es palabra de Bellaterra, te alabamos Señor. Por eso a Pericay los más listos lo quieren tratar delicadamente como a un apestado, un sujeto peligroso que siempre ha tratado de separar la filología de la política. Porque no se puede ni se debe consentir un filólogo catalán que no sea militante de la causa.
Este cuento de judas sólo es apto para el consumo de los que ya han visto la luz de una Cataluña independiente, con sus islitas adosadas de ultramar. Como los depositarios de esta cosmovisión feliz son una absoluta minoría en Balears, es preciso elaborar una versión más digerible para el resto de posibles electores capaces de apuntalar el descalabro electoral del Partido Popular votando a una formación que no sea ni nacionalista ni de izquierdas. Para ello es necesario silenciar las propuestas de Ciudadanos que se salen del ámbito lingüístico y educativo, y centrarse en la condición friki, folklórica, centralista y, cómo no, cercana a la ultraderecha, del candidato Pericay. Todo eso, y otros pecados nefandos, se contiene en el calificativo de anticatalanista. Yo imaginaba que esa definición ofendería gravemente a Pericay, un intelectual cuyo referente vital, literario y sentimental es el poeta Joan Vinyoli. A este último su editor, Xavier Folch, lo definió como un “defensor radical de la nación catalana”. Pero tengo la impresión que Pericay no se ha molestado, porque en su opinión un catalanista es un nacionalista que no lo reconoce. Como tiene claras la fractura social y la merma incesante de libertades que el nacionalismo étnico-lingüístico viene causando en Cataluña desde hace treinta años, quizá hasta se haya sentido a gusto con el improperio.
Al igual que sucede con el resto de candidatos, se pueden encontrar tantas razones para no votar a Pericay como para votarle. Sólo se trata de elegir. Y la discrepancia es una condición sine qua non en una democracia. Pero para ser honestos y antes de comenzar a emplear el mazo, la pregunta a responder es, si tal y como está el patio de la vida pública, una persona de la solvencia intelectual de Xavier Pericay viene a mejorar o a empeorar el nivel actual de los políticos en nuestro país. Se podrá disentir de él todo lo que se quiera, pero negar que con su aparición hemos subido varios escalones es de memos.
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