NO HAY HUEVOS

Tengo un amigo que se burla de mi porque soy un «turista de cementerios». Lo recordé hace unos días, leyendo el delicioso artículo sobre el caminar que nos dejaba Vidal Valicourt en estas mismas páginas. Al terminarlo pensé que no hay mejor lugar en el mundo para pasear que algunos camposantos. Si uno es urbanita debe ir a La Recoleta, en Buenos Aires, con sus avenidas mortuorias flanqueadas por gigantescos panteones, como si fueran las casitas de una eterna zona residencial. Como toda gran urbe, La Recoleta sufre el tráfico en hora punta, con su atasco monumental frente al túmulo en granito negro de Eva Perón. El contrapunto a tanto asfalto y grandiosidad es Arlington, en Virginia. La muerte que a todos nos iguala encuentra allí su símbolo exacto, con miles de lápidas blancas, simples e idénticas, alineadas en un césped infinito.

Si Arlington supone el orden, el antiguo cementerio judío de Praga es el caos, una boca horrenda con doce mil lápidas emergiendo de la tierra, como dientes apiñados. Allí no se pasea, sólo se puede desfilar en procesión y sin detenerse por un camino angosto que anima a salir del recinto con urgencia. El camposanto judío que merece la pena recorrer en Praga es el nuevo, alejado del centro y solitario, donde descansa Franz Kafka. Se me ocurre una ruta guiada para antisemitas, con la gravilla de su senda central crujiendo bajo los pies, mientras saludan a izquierda y derecha los restos de una decena de científicos premiados con el Nobel.

A Punta Arenas, en la Patagonia chilena, llegan los turistas para salir zumbando desde el aeropuerto hacia Puerto Natales, la entrada a esa maravilla vertical que componen las Torres del Paine. Pero nadie se detiene en su bellísima necrópolis, jalonada de enormes cipreses que aportan un aire inglés en aquella atmósfera del fin del mundo. Si la lejanía austral favorece la soledad de los muertos, en ningún lugar se encuentran éstos tan acompañados como en el cementerio de Père Lachaise, en París. Según el día y la hora, pasea por allí más gente que por los Campos Elíseos. A mi me gusta la tumba de la gran Sarah Bernhardt, escondida a pesar de encontrarse en el centro de aquel parque de atracciones. Mientras la mitad del gentío se va a hacer fotos con Jim Morrison, la otra mitad busca el túmulo de Oscar Wilde, situado en uno de los extremos más sombríos del camposanto. Es grande, desproporcionado, como si hubieran querido devolver al escritor en su muerte lo que le negaron en vida por su condición homosexual. De lejos la piedra tiene un color rosado, porque hace años se puso de moda besar la losa con labios pintados de carmín. Si resucitara Wilde se moriría de nuevo, pero esta vez de vergüenza. Hay también un ángel con aspecto de faraón que sobrevuela el sepulcro, y algún desaprensivo un día le cortó los atributos. Al observar de nuevo la figura inocente del querubín castrado por alguien sin escrúpulos, me ha venido a la cabeza la imagen de un controlador aéreo francés.

Óscar Wilde se fue de este mundo destrozado por el consumo salvaje de absenta. Murió en el hotel Bellier de París, muy cerca de donde escribo este artículo. Pero en vida fue un dandi bello y provocador. La imagen que mejor refleja su carácter libertino no se encuentra en la capital francesa, sino en Dublín, su ciudad natal. En una de las esquinas de la plaza Merrion aparece despatarrado, tumbado en lo alto de una roca. Es una estatua colorida y alegre. Wilde se pone el mundo por montera y mira desde lo alto con desparpajo, sin importarle lo que piensen los demás de él. Es lo que han hecho la semana pasada los controladores aéreos franceses, ejerciendo sus derechos de forma injusta y desproporcionada. Wilde era un genio cuyos actos sólo le perjudicaban a él mismo. Pero estos profesionales pervierten el origen y el significado histórico de la huelga, un mecanismo de defensa de los débiles frente a los fuertes. Aquí se invierten los términos, y son los fuertes los que colocan contra la pared a una mayoría indefensa. En primer lugar a los usuarios, que sufren en sus carnes, y también en sus bolsillos, las consecuencias de un conflicto laboral ajeno. En segundo lugar a las compañías aéreas, a las que seguiremos exigiendo tarifas baratas y servicio de calidad aunque estas huelgas les causen un destrozo en su cuenta de resultados.

El transporte aéreo es básico en una economía de servicios. Aún lo es más en una economía turística. Y el colmo del impacto se produce en un territorio insular. En Balears lo sufrimos todo cada vez que estos aprovechados, más o menos una vez al año, deciden ponerse el mundo por montera, como Wilde, y llamarnos idiotas sin pestañear. Porque es un insulto a la inteligencia pensar que Francia es el único país de Europa en el que sus autoridades imponen tales condiciones laborales a sus sufridos controladores que la seguridad aérea se puede ver afectada de manera sistemática. Estos desvergonzados saben que nadie les cree, pero les da igual, hasta el punto de someter a sus colegas españoles, portugueses, italianos o belgas a unos niveles de stress durante sus jornadas de huelga que sí son peligrosos. Pero éstos no lo denunciarán públicamente, claro, porque entre bomberos no hay que pisarse la manguera. La Unión Europea legisla hoy con profusión sobre la etiqueta de un yogur, pero sus responsables no tienen atributos, como el ángel de la tumba de Wilde, para restringir el derecho de huelga de unos ventajistas que no conocen la vergüenza.

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