En 1999 yo era el responsable de una empresa de transporte público. Cien autobuses circulaban a diario por la calles de una de las ciudades de España con mayor número de vehículos por habitante, y el director desde su despacho tenía que intentar que aquello funcionara razonablemente. Gestionar una organización con más de quinientos empleados supone confiar en un equipo de personas que cumplan con sus obligaciones con un mínimo de diligencia. Pero al final del día, si algo salía mal, me preguntaba si desde mi posición había hecho todo lo posible por evitarlo. Uno de los aspectos que queríamos mejorar en la gestión de aquella empresa era la atención al cliente. Hicimos un esfuerzo importante en la formación de los empleados para tratar de reducir el número de reclamaciones, y yo personalmente supervisaba cada semana las quejas que recibíamos de los usuarios por el trato de algunos conductores. Había uno, reincidente, que llamó mi atención por la coincidencia de las descripciones que hacían los reclamantes de su mal comportamiento, por desgracia habitual, incluyendo en alguna ocasión una conducción un tanto agresiva. Así que le pedí al responsable de recursos humanos que lo citara en mi despacho.
Era un hombre corpulento, con voz de barítono y brazos como remos. La camisa desabrochada le dejaba al aire una mata de pelo digna de un legionario, con un cristo colgante tratando de respirar en aquella selva pectoral. Cada vez que hablaba se movían un poco los papeles de mi mesa, como si abriera la ventana un día de brisa. Tenía una presencia amenazante, sin duda, pero miraba de frente y me parecía que hablaba con sinceridad. Le fui enumerando los expedientes con las quejas que teníamos por su actitud durante el servicio, y él iba dándome su versión de cada situación como buenamente podía. Pero al final, consciente de sus incoherencias, quiso concluir con su explicación más honesta: “mire, señor director, yo no soy mala gente. Mi problema es que tengo esta forma de hablar a todo el mundo, que parece que les grito. Y además reconozco que tengo mal genio y muy poca paciencia. Pero ya le digo que no soy mala gente, pregunte a mis compañeros”. Le contesté que no lo dudaba, y que no estaba allí para juzgar eso, pero me preocupaba muchísimo que me reconociera su falta de paciencia. “Si eso es así y usted no es capaz de cambiar, no vale para este oficio. Es como si un piloto de aviación dijera que padece de vértigo. No pasa nada, pero se tiene que dedicar a otra cosa”.
Informé verbalmente de aquella reunión a los dos cargos intermedios competentes en la materia. El conductor fue sancionado por algunos de aquellos expedientes, y se tomaron otras decisiones para tratar de evitar situaciones parecidas. Entre otras cosas, tratamos de mejorar las pruebas de selección de personal. Lo que me he estado preguntando estos últimos días es cómo me hubiera sentido si la impaciencia y el carácter impetuoso de aquel hombre se hubieran transformado por unos segundos en una conducta desequilibrada al volante. Si una mañana cualquiera aquel conductor hubiera decidido vivir su día de furia, y pisar a fondo el acelerador de un vehículo de doce metros de longitud y 15.000 kilos de peso, con varias decenas de pasajeros en su interior. He visto al Presidente de Lufthansa compareciendo ante los medios de comunicación, desencajado y con la voz entrecortada. Y entonces he recordado a aquel conductor de autobús, y me he estremecido. Porque la probabilidad de que un piloto que sufrió un episodio depresivo hace años estrelle un avión con 150 personas a bordo debe ser parecida, por remota, a que un conductor impaciente y malhumorado ponga un autobús a ciento cincuenta kilómetros por hora en las calles de una ciudad, y lo estampe contra un edificio lleno de gente.
Andreas Lubitz mintió a su empresa, mintió a su familia, mintió a sus amigos, y mintió a sus compañeros de tripulación. Y ahora acabamos de saber que también mintió a los médicos que le trataron su enfermedad mental, cuando les dijo que no estaba en activo como piloto. A pesar de todo eso, hemos escuchado cómo se pedían las cabezas de los responsables que con su negligencia hicieron posible la tragedia del Airbus en los Alpes, como si hubiera muchos. En el mundo que nos ha tocado vivir, el número de personas capaces de responsabilizarse de sus propios actos y de sus errores desciende al mismo ritmo que el avión siniestrado de Germanwings. Sin embargo, necesitamos más que nunca encontrar culpables para todo lo demás. No sólo respuestas, sino culpables, cuantos más mejor. La medicina se afana por encontrar explicación al comportamiento loco de las células cancerígenas, y todos comprendemos la dificultad de la misión. Pero no aceptamos que la psique humana sea capaz de comportamientos inexplicables, y por tanto imprevisibles. Es tan duro reconocerlo que preferimos hablar de terrorismo y protocolos de seguridad, como si ahora el riesgo se hubiera trasladado de la cabina del pasaje a la de los pilotos. No sólo queremos certezas. Queremos responsables, y más seguridad, sin que nos molesten tanto en los aeropuertos. Y también la privacidad de nuestro historial clínico, que ayuda a garantizar el derecho a no ser estigmatizado por haber sufrido un trastorno mental en el pasado. En esto consiste el progreso imposible: que el ser humano pueda controlarlo todo, sin controlar demasiado al ser humano.
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