En directo es un espectáculo grandioso, imposible de abarcar ni con cien cámaras de televisión. Uno esperaba un caos de luces y colores en movimiento, pero es lo más organizado que existe en Brasil. El desfile de las principales escuelas de samba durante el carnaval de Río de Janeiro reúne a más de 80.000 personas a lo largo de 700 metros de la Avenida Marqués de Sapucaí. Como la semana pasada, cuando asistí hace unos años también llovía. Pero una tromba de agua tropical no es capaz de deslucir semejante explosión de energía e imaginación. En dos jornadas consecutivas, desde las nueve de la noche hasta que comienza a amanecer, desfilan las doce escuelas del Grupo Especial, la Champions League de la samba carioca. Cada escuela desfila durante ochenta minutos exactos. Entre cuatro y cinco mil personas componen cada grupo, perfectamente coordinados excepto en el tramo final, donde se permiten ciertas licencias. Allí se ubican los turistas que pagan por participar, y los invitados, como los tenistas Rafael Nadal y David Ferrer este año. El jurado califica con meticulosidad cada apartado de la representación. Cuando yo asistí, un destaque -uno de los monumentos femeninos que bailan al frente de los gigantescos carros alegóricos- perdió la minúscula tira adhesiva con la que tapaba, es un decir, su sexo depilado. A pesar del jolgorio que provocó en la grada y los contoneos imparables de la musa, los jueces penalizaron el error con tal rigurosidad que la escuela descendió tres puestos en la clasificación final. Hacia la mitad del sambódromo, a la izquierda, hay un pequeño callejón transversal. Allí se desvía y se detiene durante unos minutos la batería de tambores de cada escuela, justo debajo de la única bancada numerada que por motivos de seguridad ocupamos los guiris. Y en ese preciso momento, con la visión de Naomi Campbell en mis prismáticos y todas las vísceras de mi cuerpo retumbando al ritmo de la percusión, asomó ese pelo de la dehesa que nunca abandonamos del todo al viajar. Me asaltó la misma duda que a Josep Pla en Nueva York, cuando una noche contempló el espectáculo lumínico de Times Square: ¿y todo esto quién lo paga?
El Jogo do Bicho es una lotería ilegal que forma parte de la cultura popular brasileña desde hace un siglo. Se pueden comprar boletos en cada esquina de Río. Está probado que los resultados se amañan, y que genera enormes beneficios que escapan al fisco. Una parte de éstos se dedican a sobornar a políticos, policías y jueces, y también a financiar campañas electorales, Pero a todo esto se le ha dado durante años una importancia relativa en Brasil. Estas actividades son percibidas por muchos como delitos menores. Los bicheiros han logrado una gran aceptación social entre las clases populares sufragando durante décadas los gastos de las escuelas de samba más famosas de Río. Consiguen blanquear su dinero, y ganan relaciones y contactos, mientras mantienen un circo que atrae a un millón de turistas y mueve 650 millones de dólares cada año. Los cariocas lo prefieren así, porque en los últimos años los grandes narcotraficantes han tratado de meter sus zarpas en la fiesta, y eso ya son palabras mayores.
Salvando todas las distancias, la historia recuerda a la financiación de los partidos políticos en España, que hasta el mes pasado en ningún caso se contemplaba como delito. Lo que estaba muy mal visto, como el narcotráfico en Brasil, era llevártelo crudo a casa, o a Suiza. Pero si el dinero se recaudaba para un partido político no era tan grave, como el Jogo do Bicho. A Felipe González lo tumbó Roldán. Filesa sólo lo despeinó un poco. Tampoco es que se aplaudiera, pero no hace tanto tiempo podías escuchar que si los empresarios financian los partidos al menos así no los pagamos entre todos con más dinero público. De aquellos polvos vienen los lodos de Bárcenas y compañía. Yo no sé si somos tontos, o nos lo hacemos. Hace unos días escuchaba a una avezada periodista decir que gracias a la comisión de Son Espases nos habíamos enterado que Villar Mir financia a FAES. Como si antes no supiéramos que las grandes constructoras en España hacen aportaciones a cuantas escuelas de samba se les ponen a tiro, a diestra y a siniestra. Por eso el Partido Popular se ha quedado tan corto en su reforma del Código Penal, al establecer en un mínimo de 500.000 euros la cuantía para considerar delito la financiación ilegal. Con la que está cayendo a diario en las portadas de los periódicos, es un sarcasmo no tipificar penalmente la doble contabilidad o el falseamiento de documentos para ocultar la situación económica o patrimonial de un partido. Hubiera bastado con extenderles la estructura de los delitos societarios, ya consolidada en nuestro ordenamiento jurídico. Resulta una broma pesada que el nivel de exigencia penal sobre las cuentas de un partido sea menor que el que soporta cualquier pyme de este país. Al menos el carnaval de Río lo puede disfrutar cualquiera, pero las sedes de los partidos son de acceso restringido.
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