RESTAURACIONES

Asociábamos el arte a la perpetuidad, pero los genios llegaron a las cocinas y hoy la obra maestra dura lo que tres bocados. La gastronomía supone un ejemplo extremo de obra efímera, pero hay piezas de arte contemporáneo que sólo caminan un paso por detrás de esos platos minimalistas y fugaces. Salvo muerte súbita o accidente, la salud física de algunos de los artistas más cotizados del mundo supera con creces a la de sus obras. Esta subversión del orden tradicional, por el cual la creación sobrevivía sin problemas a su creador, genera uno de los negocios más boyantes en la actualidad: la restauración de obras de vanguardia. El trabajo queda reservado por contrato para el propio artista, que se asegura así de cobrar una cantidad millonaria por la venta de su pieza, y también suculentos cheques por el mantenimiento de una obra que se puede desmoronar a velocidades imposibles para un Caravaggio o una escultura de Rodin. En ocasiones no es sencillo el retorno al estado original de la inversión. Me contaban el caso de una de estas joyas de la modernidad, instalada sobre un pedestal compuesto por gigantescas boñigas de elefante. Excepto el artista y el comprador, el resto del mundo podíamos intuir que el excremento de paquidermo no es el material más estable del planeta. Al poco de su venta la pieza se inclinó, y el millonario propietario protestó por la cagada. Previo pago de una cifra escandalosa, el artista aceptó dirigir los trabajos de restauración, pero exigió que se empleara la mierda del mismo elefante que él había escogido durante su proceso creativo, alojado en el zoológico de una capital europea a miles de kilómetros de la mansión del magnate.

Las grandes casas de subastas han volado por los aires el mercado convencional del arte. El primer nivel del coleccionismo de vanguardia gira en torno a un centenar de personas en todo el mundo, que se mueven entre el absurdo estético y el blanqueo de capitales a gran escala, con honrosas excepciones. El canon artístico es mutable por naturaleza, pero esa no es excusa suficiente para tomar el pelo a una mayoría silente. Ante esa élite que impone la dictadura de su dinero, nos da miedo gritar que el rey está desnudo. Que lo efímero, lo banal con tal que sea novedoso, el puro marketing aplicado a algo tan complejo como el arte nos conduce a la estupidez colectiva. Pero también es cierto que quizá ese fenómeno se esté limitando a reproducir otro crimen perpetrado, esta vez sí, por la mayoría. El canon de belleza femenina aceptado en el mundo desarrollado supone una exigencia de lozanía eterna que choca con el derecho a envejecer feliz. Para Montaigne el valor de hacerse viejo estaba precisamente en ajustar la vida a los fallos e imperfecciones que surgen con los años. Lo que valía para un sabio en el siglo XVI no se le permite hoy a las mujeres que superan los cuarenta. El mercado actual nos impone una vanguardia nauseabunda de animales disecados y pornografía pseudo-artística, y la presión de una mayoría obliga a las mujeres maduras, las que a algunos nos han interesado siempre, a una mocedad enajenante.

Por eso, otro negocio boyante contemporáneo es la cirugía estética, al menos en Hollywood. La diferencia está en que muchos de estos retratos vivos no precisan restauración. Pero las hay que no resisten la exigencia de juventud eterna y se inmolan en un quirófano a manos de carniceros sin escrúpulos. Una vez le preguntaron al brasileño Ivo Pitanguy, uno de lo padres de la cirugía estética moderna, qué nariz no operaría nunca. La de Marisa Berenson, contestó. La actriz y modelo neoyorquina es propietaria de un gran apéndice judío, que otorga todo su carácter a un rostro bello e imperfecto. Como el de Sigourney Weaver. Hace veinte años me la crucé en la recepción de un hotel en La Coruña, y casi convulsiono por la taquicardia que me provocó. La actriz rodaba a las órdenes de Roman Polanski “La muerte y la doncella” en los acantilados de la Costa da Morte gallega. Se acercaba por entonces a los cincuenta, pero su presencia física era imponente, y su magnetismo arrollador.

No he visto a Uma Turman en persona, pero puedo imaginar el efecto que produce cuando irrumpe en un sitio público, captando la atención y sintiéndose admirada. No puedo creer que eso sólo lo consiga Beyoncé, o alguna top model veinteañera. Al parecer el aspecto monstruoso que lució Uma Turman en una gala reciente no fue producto de una intervención quirúrgica, sino de un maquillaje revolucionario. Yo diría vanguardista, como un pedestal de mierda de elefante. Pero da igual, porque en cualquier caso he quedado traumatizado. Si una mujer de 44 años, bella, famosa y millonaria, siente la necesidad de transformar de esa manera su rostro, hasta el disparate pueril, a los inadaptados al canon moderno de la belleza nos costará aún más convencer a las mujeres maduras que es así como nos gustan, con patas de gallo y arrugas en el cuello.

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