En este país escuchas que algo se está americanizando y te llevas la mano a la faca. Es un prejuicio injusto, como todos los prejuicios, y también propio de ignorantes cuando se aplica a la política. Un parte de la policía en Estados Unidos ha sufrido una sobredosis de películas de Clint Eastwood, e imita a Harry el Sucio en cuanto se cruza a un negro con las manos en los bolsillos de la sudadera. Esos episodios de brutalidad uniformada son difíciles de comprender desde este lado del Atlántico, pero en otras cuestiones, como la transparencia y el cumplimiento de los roles institucionales, nos conviene echar un vistazo a la otra orilla del océano. Porque la vieja Europa, sobre todo la del sur, se ha dormido como un profesor aburrido en clase, que sólo despierta cuando a algún corrupto se le escapa la tapa del pupitre y hace ruido en los juzgados. Cuando se habla de la americanización de la política, aparece el estigma marketiniano y ya piensas que te van a colocar un slogan como quien te vende una hamburguesa, o unas zapatillas. Pero no es eso.
La expresión “campaña permanente” se le atribuye a Sidney Blumenthal, que fue asesor personal de Bill Clinton durante su segundo mandato presidencial. Inspirada en la revolución permanente de Trotski -un ejemplo ciertamente extravagante de evolución conceptual- la campaña permanente es un proceso de continua transformación, que no se detiene una vez se toma el poder. Gobernar se convierte así en un ejercicio perpetuo que hace de la política un instrumento diseñado para mantener la popularidad de los electos, sometidos a un escrutinio permanente por la opinión pública y los medios de comunicación de masas. Blumenthal teorizó sobre el asunto, y aplicó sus hipótesis durante un mandato demócrata en la Casa Blanca. Sin embargo, fueron dos líderes conservadores, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los que años antes habían difuminado las líneas divisorias entre los tiempos de campaña y las tareas de gobierno. Se demuestra así que no es una cuestión ideológica la que condiciona hoy su aplicación generalizada.
En esta estrategia de campaña permanente juega un papel relevante la televisión, como medio transmisor de lo que los americanos denominan soundbites: pequeñas cápsulas de imagen y voz que obligan a concentrar en unos segundos buena parte de la tarea persuasiva del mensaje. Por tanto el discurso tiene que hacer posible esa persuasión a través de los soundbites que protagonizarán los minutos mediáticos de los representantes públicos. Esto lo han entendido los asesores de Felipe VI, que precisamente por la contradicción democrática que supone el carácter hereditario de la Jefatura del Estado en España, está sometido más que nadie a la campaña permanente. Su campechano padre, Juan Carlos I, lo tradujo en aquello de “ganarse el sueldo cada día”. El equipo de comunicación de la Casa Real construyó un mensaje navideño potente y enfático, que se adentró en cuestiones de calado, pero al que le faltó una dosis de audacia. Algunos pensarán que esto último es incompatible con una institución como la monarquía, pero de momento el único que se ha mostrado audaz en la Zarzuela ha sido Urdangarín, y así nos luce el pelo.
El psicólogo norteamericano Carl I. Hovland investigó los mecanismos de persuasión en la comunicación a través de los medios de masas, y definió tres estadios sucesivos: los valores, las actitudes y los comportamientos. El discurso retórico influye en los dos primeros, valores y actitudes, y ahí Felipe VI estuvo sobresaliente en su primer discurso navideño. Pero en el tercer estadio, el de los comportamientos, entran en juego factores personales y de contexto, que son finalmente determinantes a la hora de decantar la balanza de la credibilidad del emisor, y por tanto de su capacidad persuasiva. Si un monarca se cuela en el salón de ocho millones de espectadores tratándoles de tú, intentando mostrarse cercano y empático con las principales preocupaciones de los ciudadanos (paro, corrupción, Cataluña…), tocándose el pecho y utilizando expresiones como “me duele personalmente…”, ese discurso ya no puede dejar espacio a sesudas interpretaciones, a lecturas entre líneas, a exégesis subliminales sobre la intención de sus palabras. Si en un discurso institucional uno decide adentrarse en el delicado terreno de la emotividad, y me parece bien que se haga en determinadas circunstancias, entonces hay que dejarse de hermenéuticas alambicadas y llegar hasta el final. La cuestión es que el Jefe del Estado tiene una hermana que se va a sentar ante un Tribunal de Justicia acusada de dos delitos fiscales, relacionados con hechos muy graves investigados en un sumario por corrupción. Como un servidor se ha quedado solo en tantos foros defendiendo la presunción de inocencia de todo imputado, sin distinguir el color de su sangre, me siento más legitimado que otros para escribir que la posición de la Infanta Cristina es insostenible, y que el Rey debería haber hecho público en su discurso lo que seguramente ya habrá hecho en privado: pedir a su hermana que renuncie a sus derechos sucesorios al trono de España. Porque precisamente esto sería superar la retórica, e introducirse en el ámbito de los comportamientos ejemplares y ejemplarizantes que conllevan un coste personal. Ese hubiera sido el soundbite atronador y persuasivo del discurso real en el compromiso contra la corrupción.
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