EL RETROVISOR

A la hora de desarrollar un proyecto empresarial, existen combinaciones entre geografía y régimen político que exigen dosis de paciencia y perseverancia sobrehumanas. Caribe y comunismo constituyen una mezcla de efectos opiáceos sobre un ritmo de trabajo razonable. Todo se adormece, los párpados se entornan despacio, la luz cegadora del mediodía penetra a rayas entre las persianas de los despachos, la música que suena a lo lejos, las palabras que juegan, los dobles sentidos… Y el breve discurso revolucionario, insertado a intervalos regulares, como una pastilla a administrar al extranjero que viene a hacer negocios, para que no olvide en ningún momento quién es el médico, y quién el paciente. Quién cura, y quién sufre. Quién decide y administra el tratamiento, y quién lo paga. Y las coimas que fluyen parsimoniosas, en sobres que se trasladan al ritmo de las aspas gigantescas del ventilador en el techo. Tómate tu tiempo. Una mañana, una reunión. Dos mañanas, dos reuniones. Tres mañanas, tres reuniones. Cuatro mañanas, fallo en la agenda, día libre. O te adaptas o te vas. Una amalgama de sol, burocracia, aguas turquesas, corrupción, calor húmedo, prodigios anatómicos que jamás pisaron un gimnasio, dictadura, música, y cuerpos que pasean cimbreantes, incendiados con la luz dorada de vísperas. Y pobreza… ¿Cuánto cuesta tu reloj?

Viajábamos en un todoterreno seis personas, cuatro de las cuales eran funcionarios del gobierno cubano. Habíamos comenzado el día en la Granjita Siboney, a unos quince kilómetros al oeste de Santiago. Aquella fue la base de operaciones para preparar el asalto al cuartel de Moncada en 1953, la primera gran operación militar de la guerrilla castrista. El ataque se frustró, y el ejército de Batista inició una brutal represión sobre los barbudos revolucionarios, escondidos en la Sierra Maestra. Las acciones de castigo comenzaron ametrallando aquella granja, y los funcionarios nos mostraban orgullosos los orificios de bala en las paredes de la casa, convertida hoy en un museo en memoria de los rebeldes muertos durante el ataque al cuartel, con fotografías y documentos de la época. Con la voz entrecortada por la emoción, uno de ellos me mostraba el vehículo que utilizó Fidel Castro durante el ataque, y yo no sabía si ponerme también a llorar, porque era pronto para pedirme un mojito.

A medida que se alzaba el sol, aquella tensión revolucionaria no resuelta iba amainando poco a poco. Si existe el paraíso debe parecerse al lugar donde comimos aquel día, hace ya más de diez años. Una casa aislada en mitad de un cayo virgen, rodeado de coral. Caminabas con el agua cristalina por las rodillas y escogías con el dedo el pescado vivo para el almuerzo. Al finalizar el curso académico algunos de los mejores estudiantes del país eran premiados con una estancia en aquel edén natural. No fue necesario preguntar quién lo aprovechaba el resto del año. Entre roncitos y habanos buenos, los representantes de la nomenclatura comunista que nos acompañaban en aquella jornada de trabajo extenuante fueron relajando el sermón ideológico, y dieron paso a la guitarra, el bongo y las maracas. El amor está en el aire, como dice la canción, y la sobremesa se llenó de son cubano y vieja trova santiaguera, derribando los muros de la ortodoxia partidista y lo políticamente correcto. Y llegaron las confidencias, las quejas y los lamentos, que se resumen así: “cuarenta años de revolución y mi mujer, con dos ingenierías y tres idiomas, tiene que lavar cada día los pañales de gasa de nuestro bebé, porque no hay dodotis. No era esto, no, no era esto por lo que luchamos”. Aquel fue el momento tristón de la cogorza, pero pudimos remontar. Había que volver, y la fiesta seguía en el coche. Una hora de viaje amenizada con chistes sobre Fidel, e imitaciones desternillantes de sus discursos plúmbeos. Bromas ya a calzón quitado, cuesta abajo y sin frenos con chanzas sobre el gran líder y su pompa. El sentido del humor en estado puro de un país de cartón piedra, donde rascas un poco y se viene abajo toda la tramoya construida por la propaganda oficial del régimen. Hasta que el torpe que firma este artículo lo estropeó todo con una ocurrencia estúpida, que congeló al instante aquellas carcajadas de libertad: ¿os imagináis que han puesto un micro en el coche? Muecas heladas, frases de excusa, rectificaciones, voces engoladas relatando las excelencias de la revolución a una audiencia invisible. Así hasta llegar a nuestro hotel. Y yo hundido en la mitad del asiento trasero, consciente de mi error y detectando el miedo en los ojos de aquellos hombres.

Estados Unidos va a aflojar las condiciones del embargo económico a Cuba, y se plantea el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países. Todo el mundo saca la calculadora, y las acciones en bolsa suben como la espuma. Obama dice que las cosas van a cambiar en la isla caribeña, y ellos quieren estar allí para influir, aunque todos entendemos que se refiere a que sus empresas saquen provecho. Pero yo he recordado a aquel hombre y sus chistes, porque me gustaría que los pudiera contar sin volver a mirar con pánico por el retrovisor.

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