Los que afirman que la violencia es el signo de nuestro tiempo es gente que ha leído poco, porque lo característico de la modernidad es la velocidad. Nos están inundando con vídeos y fotografías de barbudos agarrando por los pelos cabezas sin cuerpo, y nos da a todos por pensar que el mundo cada día está peor. Que no hay solución, y que avanzamos irremisiblemente hacia un desastre de proporciones planetarias, da igual la excusa elegida para provocarlo. A un hombre se le puede decapitar rápido, de un solo tajo. Un machetazo limpio que corta el aire en un silbido y no se detiene ante nada. Cuando el sable inicia su fugaz trayectoria ya no hay posibilidad de vuelta atrás, y un instante después una cabeza vuela y gira en el aire sobre sí misma hasta rodar por el suelo. Pero degollar a un hombre con un cuchillo cuya hoja mide menos de un palmo requiere un trabajo, una dedicación, un esfuerzo suplementario que no admite dudas durante el proceso. En el tiempo en que el verdugo va sajando piel, músculo, arterias y hueso, cabría pensar en la madre que trajo al mundo al propietario de esa cabeza. O en sus hijos, si los tuviere. Por eso, separar una cabeza de un cuerpo humano con una faca pequeña sólo está al alcance de individuos que no dudan, y cuya capacidad de pensamiento queda limitada por sus creencias o motivaciones para matar al prójimo. Esa fricción reiterada del filo metálico contra el cuello de un hombre arrodillado, o sea humillado, es la metáfora animal y medieval perfecta que se nos quiere transmitir a través de YouTube.
Antes se mataba más despacio, por eso las ejecuciones protagonizadas por estos modernos cruzados del Estado Islámico son una vuelta tan evidente al pasado. Esos vídeos interminables que muestran la agonía de un hombre vivo que ya está muerto cuando enchufan la cámara, sustituyen a las lapidaciones, las crucifixiones, los descuartizamientos de otros tiempos en la plaza pública. Ese discurso de despedida, de minutos que parecen días, es la vejación final de un ser humano al que antes de apagarle sus constantes vitales se le quiere apagar también su libertad de pensamiento, y convertirlo así en una bestia que se identifica con su ejecutor. Esa violencia lenta es el símbolo perfecto de la barbarie que los clérigos del odio pretenden instaurar en el siglo XXI. Y de una manera no local, sino global, gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación.
Sucede también que algunos de estos aplicados carniceros han llegado hasta el desierto iraquí en aviones procedentes de países europeos. Como mucho a un par de paradas de metro desde sus antiguos hogares, los artesanos del degüelle han tenido a su disposición bibliotecas o librerías en las que aprender algo del pasado. Mientras escribo este artículo y repaso las imágenes mentales de una brutalidad casi irreal, compruebo que he ido hundiéndome en esa desesperanza que mencionaba al inicio. Entonces levanto la cabeza del teclado y observo frente a mi varios estantes sobrecargados. Y en algunos de ellos se imponen por mayoría unos elegantes lomos negros coronados con una franja de color rojo, o también naranja. Son los libros de El Acantilado que Jaume Vallcorba nos fue regalando a sus “amigos desconocidos” en los quince años de vida de esta editorial, un período de tiempo ridículo en términos históricos, pero cuya enorme influencia se irá desvelando en un futuro no lejano. Y digo “amigos desconocidos” porque es así como Vallcorba concebía su oficio de editor. En sus propias palabras, lo suyo era “una propuesta continua a éstos de lecturas que les podían gustar, estimular y enriquecer”, porque además estaba convencido que un libro es capaz de modificar a su lector por el simple hecho de haberlo leído, que puede cambiar algo importante. De ahí la coherencia de su catálogo de escritores, autores que dialogan entre sí a través de sus obras desde diferentes épocas y culturas.
Es imposible permanecer impermeable a la lectura de Montaigne, Chateaubriand, Rabelais, Chesterton, Rolland, Schnitzler, Zweig, Roth, Mandelstam o Zagajewski, entre otros muchos. Difícil que una ínfima parte del compromiso moral de estos hombres no cale en la visión del mundo de un lector medio, o de un articulista mediocre. Tres cuartas partes de la columna periodística capaz de sobrevivir a la fugacidad diaria del papel está compuesta por lecturas, y sólo escribe uno el resto. Así que, en la hora de su adiós, quiero dar las gracias a Jaume Vallcorba por ayudarme a sobrevivir tantas veces en esta página, anteponiendo la fe en el hombre y en su dignidad frente al terror irracional y la barbarie.
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