Tres semanas sin escribir sobre política, y me preguntan en las cenas estivales si ya me estoy retirando, si es por miedo, por asco, por vergüenza o por aburrimiento. Es agosto, respondo, y me pareció que los lectores se merecían un descanso. Da igual, porque los que necesitan su ración regular en vena buscan y encuentran otras explicaciones. Luego nos quejamos de la sobredosis de información política en los medios de comunicación, pero sólo si no estamos bajo el síndrome de abstinencia.
Francisco Sosa Wagner, eurodiputado de UPyD, ha escrito un artículo en ese tono profesoral que caracteriza todas sus intervenciones, casi siempre un poco aburrido. En resumen ha dicho que, dadas las circunstancias surgidas tras las elecciones europeas, merece la pena abrir una reflexión en su partido sobre la conveniencia de alcanzar acuerdos con otras formaciones políticas que compartan puntos fundamentales de sus programas electorales. Y también se ha referido, en dos líneas y muy de pasada, a la necesidad de revisar los mecanismos de democracia interna en su organización para evitar algunos tics autoritarios. Punto final. La forma en que se ha expresado este señor es la que se espera de un catedrático universitario que se presenta en los actos de campaña con traje color crema y pajarita. Por su educación y su trayectoria académica, Sosa Wagner es un personaje de otra época, una culta extravagancia en mitad de tanta mediocridad política. Luego están sus ideas, que se pueden compartir o no, pero queda claro que quien las expone no es un paleto vociferante venido a más por ostentar un cargo público.
Que un intelectual acreditado como Sosa Wagner dedique a la política unos años de su vida profesional es, que nadie lo dude, un mérito de Rosa Díez. Esta mujer tuvo el coraje de dejar una vida cómoda dentro del PSOE para fundar un partido fuera del establisment capaz de condicionar la acción de gobierno de los dos grandes partidos tradicionales en España. Son muy llamativas las críticas que UPyD ha venido recibiendo por esta aspiración, sobre todo por parte de quienes consideran lógica y representativa de la pluralidad nacional la presión de los partidos nacionalistas para favorecer exclusivamente a los territorios a los que representan. Para lograr su objetivo, Rosa Díez tuvo la perspicacia de atraer hacia su proyecto político a una serie de personalidades con un perfil poco común en la política española reciente. Catedráticos, intelectuales y pensadores de diversa procedencia ideológica, que compartían un análisis crítico sobre la calidad democrática y el funcionamiento de las instituciones en nuestro país, incluidos por supuesto los partidos políticos. Esas mismas deficiencias del sistema fueron las que seguramente forzaron la salida de Rosa Díez de su antigua organización.
Sobre la conveniencia o no de una alianza de UPyD con Ciutadans, el partido de Albert Rivera en Cataluña, caben, como en todo, opiniones distintas. A mi me parece una opción de sentido común, y aún más después de los resultados obtenidos por ambas formaciones en las últimas elecciones europeas. Pero resultaría interesante escuchar las razones de fondo, dejando a un lado los personalismos y los celos infantiles, de los que se oponen a esa posibilidad. Donde no cabe debate, a la vista de las reacciones suscitadas por el artículo de Sosa Wagner, es en la necesidad de revisar la democracia interna y la libertad de expresión dentro del partido de Rosa Díez. La virulencia de las respuestas, plagadas de descalificaciones personales, prueban que el eurodiputado se quedó corto en su tímida denuncia. La conclusión viene a ser la siguiente: en UPyD eres libre de opinar lo que quieras, e incluso de votar en tu escaño en un sentido contrario al establecido por la dirección del partido, pero al día siguiente trata de encontrar un casco y un chaleco antibalas, porque no imaginas el calibre de los proyectiles que te van a impactar. Cinco años por delante garantizados en el Parlamento europeo pueden constituir una coraza suficientemente gruesa, pero eso no evita un bombardeo que refleja con nitidez los mismos vicios del bipartidismo que Rosa Díez denunciaba una y otra vez.
Lo que resulta un contrasentido es tratar de montar un partido con personas de una acreditada talla intelectual, y luego pretender que las mismas personas que han hecho de la libertad de pensamiento y de expresión la condición necesaria para el desarrollo de su vida profesional, no piensen o se expresen más allá de una sala de reuniones cerrada y sin micrófonos. Esa imagen casi soviética de las organizaciones políticas, tan arraigada en los partidos tradicionales, es incompatible con las nuevas demandas de participación ciudadana, con el debate abierto y la transparencia tan cacareadas por algunos. Esta es la contradicción que, bien aprovechada por individuos oportunistas e inteligentes, permite la proliferación de unos círculos asamblearios, de fervor casi adolescente, que acabarán en un caos difícil de reconducir. Entre tanto, cada día más ciudadanos sensatos y hastiados de tanta comedia, va quedando huérfanos de opciones políticas solventes y realistas fuera del bipartidismo.
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