ARQUITECTURA Y HUMILDAD

Dice un personaje de James Salter que «todas las mujeres poderosas provocan ansiedad». Lo comenta al salir de una charla de Susan Sontag, y seguramente se queda corto ante una personalidad tan exuberante como la de la escritora norteamericana. Recordé la cita unos días después, escuchando en la Converses d’arquitectura organizadas por el Club Pollença a otra mujer de presencia física imponente y mente lúcida, pero despojada del divismo intelectual neoyorkino. Carme Pinós es una arquitecta que ya dijo en un coloquio en 1996 que la arquitectura no es de los arquitectos, y casi la lapidan en aquella plaza pública catalana. En el mismo acto de hace casi veinte años, Vicente Verdú provocó otro incendio en la sala al atreverse a afirmar que los arquitectos en general son reacios a la crítica, y que se debe relativizar su profesión y despojarla de la sobrecarga moral que les otorga una especie de función redentora. Lo mismo se podría predicar de otras profesiones, como el periodismo o la crítica literaria, o últimamente las cátedras de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid. Pero es oportuno recordar aquellas intervenciones cuando eclosionaba el fenómeno mundial de la arquitectura como objeto de consumo y espectáculo, a la vista de algunos atentados cercanos y recientes en forma de megaproyectos.

En todos los campos del arte hemos visto proliferar durante siglos egos semejantes a globos aerostáticos, cada vez más altos e inflados gracias a los medios de comunicación de masas. Por eso uno se reconcilia momentáneamente con el género humano ante un ejemplo de humildad y talento como el de Carme Pinós. A la pregunta del moderador, un Andreu Manresa acertadísimo que afiló con sus comentarios las intervenciones de los invitados, sobre qué es lo más importante en un arquitecto, Pinós no dudó un segundo en la respuesta: saber escuchar. Y añadió que es fundamental aprender la medida de la intervención. En otras palabras, no pasarse. La catalana se cargaba así, de un plumazo, ese elitismo despótico de una parte de su profesión, esa que afirma sin rubor que el peor arquitecto es mejor que cualquier representante público a la hora de pensar en el futuro de una ciudad. Como a otros gremios de genios en masa, reclamamos en este punto algo más de modestia, aunque sólo sea porque los errores de ciertos diseños recaen sobre la ciudadanía durante décadas, cuando no siglos.

Esto no significa eludir su responsabilidad, porque el arquitecto tiene que destruir antes de construir. Con mesura y sentido del tiempo, pero entendiendo las ciudades y las organizaciones sociales como algo vivo y dinámico. Millones de personas visitan cada año ese museo de historia al aire libre que es Roma, una megalópolis con sólo dos líneas de metro por el temor a perforar y encontrar más templos y vasijas milenarias. Por eso resulta hilarante leer hoy la descripción de la ciudad que hacía en el siglo XVI Montaigne en su Diario del viaje a Italia: la gente construía encima de las ruinas o reciclaba materiales antiguos para nuevas construcciones, y una gran explanada fue arrasada de todo vestigio imperial para dejar espacio a otro proyecto triunfalista, la basílica de San Pedro. A Montaigne este bricolaje creativo y esta imperfección no sólo no le molestaban, sino que le recordaban al proceso de creación de sus Ensayos, que según él eran un edificio construido gracias a los escombros de Séneca y Plutarco. «En Roma, después de cavar mucho en el suelo, la gente daba simplemente con la parte superior de una columna muy alta que todavía estaba en pie por debajo». Pero en la Mallorca del siglo XXI, el edificio de Gesa no podemos tocarlo. La pena es que no podamos construir sobre él, y desenterrarlo 500 años después como ejemplo del racionalismo medieval en la isla.

Siempre habrá un respeto oral por el territorio, o sea, de boquilla, y otro más real. Para Carme Pinós, la mejor muestra de arquitectura en Mallorca lo constituyen los bancales de Banyalbufar. Uno siente curiosidad por saber qué hubieran opinado hace siglos los actuales profetas del apocalipsis ante la destrucción del paisaje original que supuso levantar 160 kilómetros de pared con piedras en las laderas de la Tramuntana. Se agradece esa mirada ajena, cosmopolita, alegre y optimista, ante el discurso local perpetuo de la catástrofe asociada al turismo. Y también se agradece la generosidad en el juicio sobre nuestro pequeño paraíso mediterráneo de una mujer cuyo trabajo fue víctima de una de las mayores tropelías políticas cometidas en esta tierra. El parc de Ses Estacions de Carme Pinós fue la gran esperanza verde de una ciudad, Palma, que a día de hoy sigue sin contar con el pulmón que necesita, sustituido en una oscura mesa de operaciones urbanística por un respirador artificial de hormigón y rejas.

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