Leo en este diario una sabrosa entrevista de María Elena Vallés al cocinero mallorquín Tomeu Caldentey, preñada de inteligencia y sentido común. Me sorprende que esto me sorprenda Supongo que la razón es, como dice Caldentey, que la gastronomía está de moda, y por eso es un vehículo perfecto para el marketing y el espectáculo televisivo. Nos encontramos por tanto ante un ejemplo perfecto de la velocidad a la que puede avanzar la estupidez colectiva. Reivindica nuestro chef más afamado la importancia de la memoria gustativa y olfativa a la hora del buen comer. Y no cita la visual, como es lógico. Me hizo recordar una anécdota que presencié en un restaurante de Madrid estrellado por la guía Michelín, cuando un comensal comentó en la mesa que el aspecto de uno los platos que acababan de servir le recordaba a otro que había probado en Mugaritz. El maitre se revolvió incómodo y aclaró que todos los platos de su carta eran creaciones exclusivas. El cliente le contestó que no lo ponía en duda. No había tocado la comida, así que sólo se refería a la composición visual del plato, no a sus sabores, ni a sus texturas, que daba por sentado que eran del todo originales. Quince minutos más tarde salía el mismísimo gran dios de los fogones, uno de los que aparecen ahora cada semana en televisión, para dar todas las explicaciones e insistir en su genialidad, o sea, que no era un copión. Nadie había sugerido tal cosa, pero flotaba allí un ego tan mal gestionado que en cuanto traspasó de vuelta las puertas batientes de la cocina estalló en la mesa una carcajada colectiva.
Se cumple este año el cincuenta aniversario del milagro de la Fundación Maeght. Porque es un milagro que alguien pretenda crear un lugar único en el mundo, y lo consiga. Y que además su sueño sobreviva medio siglo sin financiación pública. El galerista parisino Aimé Maeght se inventó en Saint-Paul de Vence, en la Provenza francesa, un espacio de arte para iluminar, aún más si cabe, el trabajo de algunos de sus íntimos: Braque, Léger, Chagall, Calder o Giacometti. Antes de eso viajó a Mallorca para visitar a otro amigo, Joan Miró, y quedó fascinado por la luminosidad y la armonía de espacios de su taller. Así encontró a la persona para construir su sueño. El creador del estudio de Miró en Palma, Josep Lluis Sert, dibujó para Maeght una maravilla arquitectónica que fusiona la naturaleza con algunas de las obras humanas que más se acercan a las de Dios. A la Fundación Maeght uno llega como a un templo divino, casi temeroso de profanar sagrado, hasta que compras un póster en la entrada principal para colaborar al mantenimiento económico del milagro.
El territorio Maeght concentra una expresión tan apabullante y solemne de genialidad que se hace necesaria una aproximación previa al arte más mundana y ligera. Yo recomiendo la visita por la tarde. El motivo de ese horario no es gozar del juego de luces tardías y sombras crecientes en los jardines entre Giacomettis y Chillidas, que también. La razón es almorzar antes en La Colombe d’Or. Si te adelantas de hora te harán esperar en la barra del vestíbulo, y te dará tiempo a hojear un libro de fotografías que repasa la historia del restaurante. Una imagen acredita que te encuentras sentado en el taburete original que sostuvo antes las posaderas de Pablo Picasso. Estoy seguro que lo ponen allí a propósito, no para fardar, sino para que te vayas acostumbrando a aquella atmósfera y no pierdas la perspectiva del lugar. Porque en el momento de adjudicarte una mesa tu suerte puede variar. Puedes probar el vino junto a un cuadro de Matisse, atacar el foie de oca bajo la sensual mirada de una belleza provenzal pintada por Francis Picabia, o relajarte en los postres con la vista reposando en un paisaje de Paul Signac. La comida es excelente, y las raciones de arte están incluidas, seguramente a un precio inferior al que van a cobrar por sus creaciones visuales muchos de esos cocineros en ciernes, eso sí, ya famosos, que van saliendo a puñados de cada cadena de televisión.
Paul Roux, el primer propietario de la Colombe d’Or, comenzó su colección de pintura dando alojamiento allí, en la Costa Azul, a jóvenes artistas que no tenían un céntimo, y aceptando en pago algunas de sus obras. Casi un siglo después, la terraza de aquella vieja casa rural en un rincón desconocido de la Provenza la presiden un impresionante móvil de Alexander Calder, un gigantesco dedo de mármol de César Baldaccini, y un mosaico de cerámica firmado por Georges Braque. Pero al repasar las notas de aquel viaje, he recordado que en un rincón del jardín también descansa, algo escondida, la escultura de una gran paloma que hace honor al nombre del restaurante. Escribo esta columna en el Port de Pollença, y aquí descubro que el autor de aquella hermosa figura que llamó mi atención vive al lado. La Fundación Jakober es otro ejemplo local, más modesto que la Maeght, de supervivencia de un proyecto humanístico sin dinero público. La gastronomía sólo se convierte en arte cuando incorpora los condimentos que cita Caldentey: pasión, rigor, coherencia, constancia. Los que utilizaba Maeght, y sigue utilizando Ben Jakober.
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