9:00 AM. Aeropuerto de El Prat, Barcelona. Caminar cinco minutos con Rafael Nadal por la terminal de un aeropuerto es una experiencia extenuante. Aparcaremos por esta vez los tópicos sobre las obligaciones del cargo de número uno del tenis mundial, su proverbial simpatía, su educación, su profesionalidad como relaciones públicas… ochenta fotos en doscientos metros. Deja exhausto imaginar la escena repetida en cada aeropuerto, en cada hotel, en cada restaurante visitado en los cinco continentes. Entre instantáneas y autógrafos, cabe una breve conversación sobre el aborto de honoris causa que ha retratado de cuerpo entero a una parte importante de la Universitat de las Illes Balears: a los sectarios que no tuvieron el valor de exponer los auténticos motivos para negárselo, y a los cobardes que, una vez propuesto, no tuvieron el coraje de defenderlo en público con convicción y firmeza. Por cierto, más de un paranoico que no deja de ver gaviotas sobrevolando por todas partes, se quedaría estupefacto al conocer el nombre del político socialista vinculado a la UIB que comunicó al padre de Nadal la posibilidad de concederle el doctorado. Seremos discretos para no ahondar en este ridículo coral, ni sentirnos más palurdos de lo que hemos demostrado ser. Conocemos futbolistas, cocineros, cantantes, golfistas y atletas reconocidos por universidades cuyo prestigio coloca a la UIB a la altura de una academia de peluquería, pero los talibanes expertos en onanismo intelectual se han puesto exquisitos con el expediente académico del tenista. Finalmente, todo permanecerá en su hábitat natural: Nadal en su campus planetario y la UIB en su aldea como colonia de ultramar.
11:00 AM. Campus de Bellaterra, Universidad Autónoma de Barcelona. Me apeo del tren y al descender las escaleras de la estación comienzo a viajar en el tiempo. Me recibe una gigantesca pancarta colgada del edificio principal que reza «Independència i socialisme». Es el mismo lema que hace veinticinco años se leía a la entrada de cualquier facultad de la Universidad del País Vasco. El déjà vu me resulta un tanto traumático al recordar que esas palabras en euskera también presidían las reuniones del sindicato de estudiantes proetarra. Un cuarto de siglo para certificar que la intolerancia, el fundamentalismo y el desprecio por los que piensan distinto no entienden de lenguas ni nacionalidades. Es un lenguaje universal que amedrenta por igual a alumnos y profesores, que temen ahogarse si se quedan fuera de la marea soberanista oficial. Mismo discurso en privado, tan distinto del que copa todos los medios de comunicación catalanes, mismas miserias, mismos miedos, mismas corruptelas de un mundo endogámico. Todo está ya inventado en la metrópolis.
21:00 PM. Barrio de Gracia, Barcelona. Cena en casa de un amigo, buena persona, inteligente, de izquierdas e independentista, rasgos enumerados por orden de relevancia y que en su caso operan en perfecta armonía. Conversamos sobre la familia, el trabajo, la salud y algunos otro temas importantes de la vida. En ningún momento surgen los nombres de Rajoy, Mas o Junqueras. Insistimos hablando de prioridades, y continúan sin aparecer el referéndum ni la reforma constitucional. Disfruto escuchando las parrafadas de su hijo de tres años, y también paladeando las pizzas y el pastel de chocolate, todo casero. Al salir está lloviznando. Contemplo las gotas minúsculas atravesando el haz de luz de las farolas, y me acuerdo de Roy, el replicante de Blade Runner, lamentándose porque sus recuerdos se perderán como lágrimas en la lluvia. Esa imagen cinematográfica me provoca una sensación de irrealidad total, de incredulidad absoluta al imaginar que la insensatez de unos cuantos pueda arrebatar a tantos sentimientos más valiosos que cualquier ley. Aunque algunos no lo crean, o no les importe, construir vínculos personales entre individuos dispares cuesta más que levantar un estado. Y es más valioso.
9:00 AM. Parc de la Ciutadella, Barcelona. Correr nos hace libres, y si esto nos resulta demasiado grandilocuente, al menos nos permite huir, aunque no sepamos de qué ni hacia dónde. Rodeo varias veces el edificio del Parlament de Cataluña, solemne sede de su soberanía popular, y me pregunto si sus gruesos muros lo protegen, o en realidad lo aíslan del exterior. Si su hemiciclo es una caja de resonancia de lo que preocupa a la mayoría de los catalanes cinco minutos antes de quedarse dormidos, o es el anfiteatro escogido por algunos para representar la versión nacionalista de una epopeya griega. Lo digo porque uno está atento cada vez que viaja a la metrópolis, y fuera de los medios de comunicación y los círculos ideológicos profesionales, en los días que no hay manifestación organizada el clamor homérico de todo un pueblo recitando su poema heroico no retumba con tanta fuerza. Y eso que algunos han comparado Barcelona con Kiev. Que el lío está montado y tiene difícil solución es evidente. Lo que resulta perverso es plantear un origen popular, genuino, y espontáneo, del conflicto. El relato épico una nación reclamando su liberación es una gran manipulación diseñada por troyanos que, como bien sabemos, son un tipo de virus capaz de destruir la memoria de los ordenadores, y por lo que parece también la colectiva. Pero con tanto ruido no estamos para leer a Homero.
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