Yo he conocido dos etarras en mi vida. Me refiero en persona, de haber hablado con ellos, de reconocerlos y saludarlos por la calle. Quizá hasta se acuerden de mi. Estoy hablando de dos individuos condenados por sentencia firme por un delito de pertenencia a banda armada. No hablo de simpatizantes de la izquierda abertzale, ni de batasunos con carnet, ni de chavales que han lanzado algún vaso de cristal a los txakurras de la Guardia Civil después de acabarse la litrona de kalimotxo un viernes de madrugada. De estos conozco varias decenas, y algunos de ellos hoy visten corbata y ocupan cargos de confianza en el Gobierno vasco. Nada que objetar. Es sabido que la mayoría de cabras que suben al monte luego bajan a pastar, más cómodas y con menos frío. Para ser sincero, cuando conocí a los dos terroristas ninguno había empuñado un arma, ni había pasado información para cometer atentados mortales. Años después, al leer sus nombres en un periódico dentro de un listado de detenidos en sendas operaciones policiales, tampoco me extrañó demasiado. Pero eran dos chicos muy distintos.
El primero era un pobre desgraciado, débil de carácter y con un gesto permanente de amargura que daba pena. Para quitarle la aflicción, el resto de alumnos le daba pescozones hasta que se le caían las gafas, a ver si lo animaban un poco, o al menos lo cabreaban. Creo que aquel chaval recibió en mi colegio más collejas que Paquirrín antes de convertirse en afamado DJ. Un día de septiembre, a la vuelta de unas vacaciones de verano, el chico apareció por el patio con una kufiyya alrededor del cuello, el típico pañuelo palestino que lucía Yaser Arafat en todas sus apariciones públicas, y que había sido adoptado por los chicos de Jarrai como uniforme oficial de la guerrilla urbana. Cómodo y versátil, a la par que elegante, lo mismo servía para taparte el rostro justo antes de incendiar un autobús, como para esconder un cóctel molotov y lanzárselo de cerca a los antidisturbios. Un complemento de moda divino de la muerte, que a este desdichado además le sirvió para sacar algo de pecho. Las cosas como son: le siguieron cayendo hostias, pero menos. Me vengo a referir a que este imbécil se enroló en ETA como podía haberse hecho rockabilly, senderista en un club de montaña, o devoto de la Virgen de Begoña. Cualquier cosa que aliviara su soledad, alimentara su sentimiento de pertenencia a un colectivo, y paliara sus complejos físicos y sociales. Si la mala fama del bullying se hubiera inventado antes, quizá nos hubiéramos ahorrado a un entusiasta de los 9 milímetros parabellum. Años después fue condenado por los seguimientos a un político, y su prematura detención logró frustrar el atentado. Un desgraciado hasta el final.
El segundo era otra historia. A este no le acercaba la mano a la nuca ni dios. Hay gente a la que se le intuye capaz de cualquier cosa por alcanzar un objetivo. Normalmente lo harían por aprobar un examen, ganar un partido de fútbol, ligarse a alguien, conseguir un puesto de trabajo, o ir en una lista electoral. En realidad, estos dos últimos casos a veces son el mismo, pero no nos distraigamos. Dentro de ese grupo donde escasean los escrúpulos, existe una minoría capaz de traspasar unos límites que los demás no somos capaces de imaginar. Este segundo etarra no propinaba cachetes a nadie en el patio. Se ponía a horcajadas sobre un compañero, y con sus rodillas le apretaba el rostro contra el asfalto. Sin pestañear, y sin el menor remordimiento. Lo que la ciencia ha venido definiendo como un psicópata, en este caso en su versión juvenil. El caso es que este sujeto un día acabó el colegio, y se fue con la música a otra parte. Ya como adulto interpretó su partitura con una pistola en la mano, volándole la cabeza a un policía nacional. El quijote sin dulcinea ha pasado encerrado un tercio de su vida en un lugar de Herrera de la Mancha, porque en el sistema penal español, un cabrón así se considera imputable a todos los efectos, sin que la psicopatía constituya una atenuante del delito.
Sólo un psicópata es capaz de enterrar en vida a un ser humano durante 532 días, y una vez que le han detenido permanecer en silencio durante el registro, impasible, con el único objetivo de hacer morir de inanición al secuestrado. Ahora parece que comienza a probarse lo que muchos sospechábamos desde hace años: que ETA no encarga a un panoli como el de mi colegio, ni a un novato, algo tan delicado como la custodia durante meses de un funcionario de prisiones. El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno sostiene que Iosu Uribetxebarria Bolinaga, el carcelero de Ortega Lara, fue el autor material de los disparos que acabaron con la vida de un guardia civil en 1986. Bolinaga se encuentra en estado terminal, o sea, a punto de morir, desde hace dos años, y por eso vive en su casa de Mondragón, sin las incomodidades de la cárcel. Iosu se ha negado a declarar por videoconferencia sobre aquel asesinato. Ni siquiera ha dicho que lo siente un poco, ahora que lleva tanto tiempo muriéndose y despidiéndose de este perro mundo. Bolinaga no pide perdón porque es un hombre de convicciones, que no tiene remordimientos y no se arrepiente de nada. Sólo éste ya sería un motivo suficiente para que el Estado de Derecho, si es que existe más allá de un concepto de plastilina, defendiera sus principios con la misma firmeza. Asquea ya escuchar las lecciones de los paladines de la generosidad, cuando ésta es sólo una potestad de la Administración de Justicia, no su único rasgo, ni siquiera el principal. Sin embargo, algunos de los defensores de la teoría del ensañamiento con Bolinaga se quedan afónicos reclamando justicia universal en el Tíbet, Argentina o Chile. A mi este concepto de la justicia me recuerda al amor por internet, más sentido y apasionado cuanto más lejos quede el propietario de la otra webcam.
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