Viajar no puede ser otra cosa que mirar lo extraño con tus propios ojos. En la era de la hiperconectividad, el mero hecho de levantar la vista unos metros más allá de nuestros zapatos puede deparar enseñanzas sorprendentes. Tiene razón Jordi Évole cuando dice que es muy fácil engañarnos. Sobre todo para él, que es un chico muy listo. Excepción hecha de los periodistas, que gracias a sus representantes más populares va camino de convertirse en un gremio de cínicos, al abandonar el garrote como instrumento de comunicación el ser humano civilizado ha ido desarrollando una tendencia natural a creer en los demás, a confiar en lo que nos cuentan otras personas, los libros, los periódicos, la televisión o un ordenador conectado a internet. Lo contrario deviene agotador. Más que en ningún otro país del mundo, en Japón tiene uno la sensación de haber juzgado una sociedad a partir de una mirada caleidoscópica, un juego de espejos infinitos con imágenes parciales que distorsionan absolutamente la realidad. Los contrastes son dramáticos, es cierto, pero el complejo de superioridad de Occidente nos conduce a interpretaciones compasivas y falaces, a quedarnos siempre en la sombra, nunca en la luz, de aquello que nos resulta difícil de comprender. Tanta miopía tras unas gafas de sol de diseño nos obliga a replantearnos seriamente la manoseada «aldea global», que tanto ayuda a no reconocer las propias miserias.
En su última novela publicada en España, «Los años de peregrinación del chico sin color» (editorial Tusquets), Haruki Murakami describe una anécdota basada en un hecho real. The New York Times publicó hace unos años una fotografía de miles de japoneses ascendiendo cabizbajos las escaleras de la estación de Shinjuku, en hora punta, para llegar a su trabajo en el distrito financiero de Tokyo. El pie de foto ponía en duda la posibilidad de ser feliz en Japón. La imagen cenital de una masa de individuos gregarios, sin rostros ni emociones, venía a confirmar esa teoría según la cual Japón, tras la Segunda Guerra Mundial, logró levantar un sistema económico de enorme eficacia productiva a costa de la felicidad de sus ciudadanos. Murakami no entra en polémicas con los editorialistas del diario neoyorkino. Se limita a preguntar cómo se puede caminar en mitad de una marea humana que se desplaza con rapidez sin mirar al suelo para evitar tropezar, o ser pisado y perder un zapato sin posibilidad de recuperarlo. En Tokyo o en cualquier otra gran capital del mundo.
Shinjuku es un nudo de comunicaciones por el que transitan cada día más de tres millones de personas. Gran parte de sus rótulos informativos sólo están escritos en japonés, así que al entrar, al salir, o al cambiar de tren, para un extranjero novato la posibilidad de no perderse es remota.
No queda más remedio que pedir ayuda en un país en el que sólo habla inglés una exigua minoría, y contemplar asombrado la ingenuidad y la pureza que encarna el acto de ser acompañado por un desconocido a través de los túneles y andenes de una gigantesca ciudad subterránea. Tras quince minutos de caminata, cuando te dejan a la puerta del vagón de metro correcto, bendices tu suerte por haber encontrado la persona más amable entre los catorce millones de habitantes de esta megalópolis futurista. Hasta el día siguiente, cuando te vuelves a perder, y otro amable lugareño se aparta otra vez de su camino para conducirte hasta tu destino. De esta manera, cada vez que te engulle aquel Leviatán sumergido bajo los rascacielos, encuentras rápido un salvador que te guía a través de sus tripas, sonriendo y cabeceando en señal de respeto.
Y entonces, como The New York Times, yo también me hago preguntas. Porque quizá el civismo exagerado en una urbe colapsada por el tráfico en la que no suena un sólo claxon, o en la que los peatones no se saltan un semáforo en rojo ni de madrugada con las calles desiertas, pueda ser compatible con una sociedad robotizada de individuos grises. Quizá la extrema educación en una ciudad en la que no hay ni papeleras ni papeles en el suelo, en la que los niños y los profesores limpian ellos mismos cada mañana sus aulas, pueda ser fruto de una tradición milenaria de respeto por la naturaleza, y también del miedo al castigo de sus divinidades sintoístas. Pero si son infelices, introvertidos y están sometidos a un extenuante calendario laboral, ¿entonces por qué sonríen? ¿por qué transmiten esa sensación de paz interior, de equilibrio vital?
Preferimos pensar que esa afabilidad, esa educada calidez es fruto de una atávica resignación, de un conformismo lanar fruto de una obsesión por no quedar fuera del grupo, por la necesidad de protección. Pero es algo más complejo, y mucho más útil. Porque en ese acto perpetuo de adhesión a los valores convenidos, por ejemplo, no cabe la mentira, ni pequeña ni grande, ni breve ni mantenida en el tiempo, ni en broma ni en serio. El engaño, por nimio que éste sea, te sitúa inmediatamente fuera de la tribu, alejado del honor para siempre. En Japón asustan las penas que acarrea el fraude fiscal, claro, pero además resulta inconcebible falsear un curriculum impunemente, o aprovechar la credibilidad que otorga a priori la profesión periodística para pastorear a la audiencia televisiva un rato mientras facturas anuncios publicitarios.
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