UNA CONFESIÓN DESMESURADA

Decía Chesterton que todo lo afirmativo es inevitablemente autobiográfico. Hoy romperé por enésima vez la regla de oro de los columnistas brillantes, que nunca hablan de sí mismos, para confesar una intimidad en el sentido más literal de la expresión. La primera y única vez que he pisado la iglesia de San Miguel fue hace ya cuatro años. Faltaban dos días para la primera comunión de mi hija, y yo llevaba más de una década sin pasar por un confesionario. Como creyente, me pareció una ocasión inmejorable para ponerme al día con Dios, hacer propósito de enmienda, y poder así acompañar en el sacramento a la niña en un día tan señalado para ella. Desde la infancia arrastro una naturaleza transgresora, y como no tenía toda la mañana libre pensé en limitarme a una exposición abreviada de mis pecados, para no alargar demasiado el trance y dejar tiempo a otros fieles. Me acongojaba la imagen de una larga cola de feligreses esperando su turno, la gente nerviosa mirando su reloj mientras yo acaparaba durante horas el servicio de confesión, que además es gratuito. Mi intención consistía en realizar una exposición genérica, agrupando las culpas según los mandamientos divinos conculcados por mis obras y pensamientos. De los diez, al menos la mitad estaban seriamente afectados. Pero no pude ni empezar.

Aquel día estaba de guardia en la garita del confesionario un sacerdote octogenario, o que al menos aparentaba esa edad. Le quise poner en antecedentes y empecé por confesarle que hacía diez años que no me confesaba. De inmediato me di cuenta que había empezado con mal pie, porque el cura dio un bote en el asiento de madera y salió de su modorra emitiendo un gruñido que ahogó el bostezo previo. Me sorprendió aquella reacción tan brusca, pero con el tiempo la he comprendido mejor. Mi prolongada ausencia de la Casa del Señor no encajaba con el perfil medio del católico practicante que se acercaba a su parroquia un viernes a las diez de la mañana para pedir la absolución de sus pecados. Pero aún tuve ocasión de empeorar más las cosas. Interrogado por el motivo de mi alejamiento espiritual, decidí hacerle un resumen sucinto de mi vida, y entonces pronuncié la palabra fatídica: divorciado. Aquí acabó la confesión, porque el religioso me insistió en que mi situación era irregular a los ojos de Dios, que me encontraba fuera de la Iglesia, y que él no podía absolverme de nada.

Pese a mi larga lista de pecados, yo en ningún momento había previsto un desenlace tan frustrante. Entonces, cuando ya me incorporaba desde el reclinatorio, sucedió el episodio más surrealista de mi vida. Aquel anciano que segundos antes blandía ante mi la espada flamígera de la justicia divina, me reclamó de nuevo para mostrar su compasión en atención a las circunstancias que me habían empujado hasta allí. Aunque ni siquiera había escuchado mis pecados, me ofreció una absolución de 72 horas para poder comulgar el domingo con mi hija, una especie de pase pernocta para el fin de semana litúrgico. En ese momento levanté mi mirada hacia el techo del confesionario, buscando un micrófono, una cámara oculta, cualquier artilugio con el que pudieran estar grabando aquella broma. Pero el hombre de la sotana permanecía impasible, insistiendo en que el lunes ya no podría comulgar. Le di las gracias por su comprensión y generosidad, y salí estupefacto del templo.

Lo primero que pensé fue en acudir a otra iglesia y buscar un confesor algo más joven. Pero me pareció que era hacer trampa, como los que meten una querella los domingos en función de quién sea el juez de guardia. Luego se me ocurrió volver a entrar en la misma parroquia para discutir el asunto razonablemente en la sacristía, con más luz y sin tener que ponerme de rodillas ante nadie. Tampoco le vi sentido, porque no tenía ganas de volver a encontrarme con aquel hombre del bajo medievo. Finalmente, decidí emplear al máximo aquel bonobús de la hostia, y comulgar no sólo el domingo con mi hija, sino también a solas el viernes y el sábado. Pero no fui capaz de cumplir mi amenaza. No hice nada de eso porque nadie me obligó a entrar en la iglesia de San Miguel, ni a confesarme, ni a comulgar dos días después.

La Iglesia Católica es un club que, además de regirse por sus reglas, predica sus convicciones y defiende sus principios morales sin esconderse. Ahora Gallardón, él y no Rouco Varela, ha parido un anteproyecto de Ley del Aborto que es un sindios, y a los catedráticos ágrafos de los derechos y las libertades no les ha quedado más remedio que irrumpir en un acto religioso para protestar por una decisión política. La constitución del 78 abolió por completo el derecho de asilo en sagrado, pero estos bárbaros lo han interpretado mal, y pretenden dar su mitin en un templo. Podemos entender la presión del feminismo radical en contra de la custodia compartida, la de los grupos ecologistas en defensa de todos sus argumentos proteccionistas (algunos desmontados cruelmente por la realidad), incluso la influencia de los lobbys empresariales en defensa de sus intereses económicos. Sin embargo, cuando la Iglesia Católica defiende sus postulados, la izquierda asilvestrada se retrata como lo que realmente es, y la otra de apariencia más civilizada se pone comprensiva y también se confiesa: ante una violencia que no produce muertos ni heridos, lo que hay que hacer es guardar el Código Penal en un cajón, porque denunciar unos hechos tipificados como delito resulta una desmesura. Entonces, si la ley no es la medida, ¿qué es el Estado de Derecho? ¿para qué sirve el ordenamiento jurídico? Como no fue suficiente lanzar unas bragas ensangrentadas a la cara de un cardenal, había que interrumpir una misa con gritos e insultos. Pero estos que llaman fascistas a los obispos, no se acercan a una mezquita ni a preguntar la hora. Yo no me explico cómo los paladines de la libertad pueden hacer esta interpretación de las coacciones siempre en beneficio propio, y no se les cae la cara de vergüenza. Cómo se puede montar la madre de todos las batallas civiles por el derecho a colgar una bandera en un edificio público, y encontrar tantas disculpas y explicaciones para los salivazos, los empujones o la intimidación hacia los demás. Cómo se puede emplear permanentemente esa doble vara de medir sin sonrojarte, y además presentarte como el campeón de la democracia e impartir doctrina desde el púlpito, perdón, desde la tribuna del parlamento.

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