LA OTRA ECONOMÍA DE LA FIESTA

Hay días que uno piensa que las demoliciones de más envergadura son también las más silenciosas. Lo que está ocurriendo en Europa con el ideal humanista que fue su germen no se ve, ni se oye, pero parece que algunos andan empeñados en tirar abajo una arquitectura cultural de tres mil años de antigüedad. A mediados del siglo pasado, Georges Bataille ya advertía de un dilema en la actividad humana: o se emplea la mayor parte del trabajo en fabricar nuevos medios de producción (lo que venimos llamando economía capitalista), o se derrocha el excedente sin intentar aumentar el potencial de producción. El escritor francés denominaba a esta última “la economía de la fiesta”. En otras palabras, debemos decidir si vinculamos el valor de las personas exclusivamente a su productividad, o por el contrario lo relacionamos también con la creación artística, la belleza y el pleno desarrollo de aquello que nos distingue como seres humanos del resto de animales. Aclaremos desde el principio que es prácticamente imposible que Angela Merkel haya leído a Bataille. Y si lo ha hecho, no ha entendido nada.

Bataille era un hombre inteligente, y por tanto consciente de que, en la era de la modernidad, ambos sistemas de valores no podían existir en estado puro. En el siglo XV, la Florencia de los Médici no sufragaba educación y sanidad gratuitas para todos sus ciudadanos, ni tampoco la burocracia elefantiásica que hoy nos aplasta. Así que los excedentes daban para financiar a jóvenes promesas como Botticelli, Ghirlandaio o Miguel Angel. Los Borgia se fundían los diezmos en sobornos y orgías, pero algo guardaban para patrocinar a Leonardo, Tiziano y el Bosco. El problema contemporáneo no surge tanto de la escasez de esos excedentes, que también (dado el nivel de servicios públicos que todos exigimos) sino de un error mucho más nocivo a medio plazo: la progresiva identificación de lo útil con lo productivo. Esto es letal, porque la lógica del beneficio material no puede constituir el eje único sobre el que giren todas las decisiones, públicas y privadas. Criticamos el economicismo exacerbado en la política y los recortes presupuestarios en cultura y educación, pero el estudio de las Humanidades cada día se desprecia más entre nuestros jóvenes bajo un argumento utilitarista: “no sirven para nada”. Sirven para no liquidar la memoria, ni caer en una amnesia colectiva.

“La gran Belleza” es una película que justifica por sí sola diez rescates financieros de Italia. Son más de dos horas de un ejercicio estético tan apabullante que obliga a repensar seriamente eso que llamamos Unión Europea. Roma luce como un decorado aún más grandioso que el de La dolce vita de Fellini, y la plasticidad de los paseos al alba de su personaje principal, de vuelta a casa tras noches de excesos, es tan extasiante que parece estar soñando despierto mientras camina. Pero es real. La cinta en versión original demuestra que el italiano es una lengua inventada para el arte y el placer, porque me imagino a ese escritor hedonista y sensible doblado al alemán, y me entran sudores fríos. Es cierto que el mal gusto, la vulgaridad y la degeneración ética en Italia no es culpa de la cultura protestante, pero uno no puede evitar preguntarse qué fiesta para los sentidos vamos a legar nosotros a los ciudadanos del mundo dentro de quinientos años, o de dos mil.

Roma sobrevivió a Calígula y Nerón, y más recientemente a Mussolini, la mafia y Andreotti, e incluso a Berlusconi. Pero ahora no sabemos si resistirá los envites de otro italiano poderoso. Amparado en el contexto de una economía globalizada, Mario Draghi y su ejército del Banco Central Europeo marchan sobre los países del sur de Europa bajo las órdenes de la mariscal Merkel. Como la canciller alemana no entendió bien a qué se refería Bataille con “la economía de la fiesta”, da la sensación que, aprovechando la crisis del euro, los hijos de Lutero y Calvino están pasando por las horcas caudinas a los países que vieron nacer a Bernini, Caravaggio, El Greco y Velázquez. No digo yo que no se nos fuera la mano con el ladrillo, y pidiendo créditos para irnos de viaje con toda la familia a Disneylandia, pero de las botellas enteras de aceite de ricino que nos están dando, las cajas de ahorro alemanas no han probado ni una cucharada. Ahora Merkel, tras imponer en España la jubilación a los 67 años, no tiene vergüenza en permitir en Alemania el retiro a los 63 para las carreras laborales de cotización larga, como si ésas aquí no existieran. Los descendientes del triste Kant y el atormentado Goethe tendrán cuatro años más que nosotros para visitar países de vagos, y contemplar turbados la gran belleza de esa otra economía de la fiesta.

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