“Alguien debió haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”. Así comienza “El Proceso”, una de las obras maestras de la historia de la literatura. A Franz Kafka no le faltaba imaginación, pero en la España del siglo XXI le hubieran salido veinte novelas deslumbrantes, y no cuatro como finalmente nos legó. “El proceso” es una burla cruel del Estado, de su poca fiabilidad y de sus contradicciones. Su protagonista no sabe de quién defenderse, ni de qué, ni por qué. A Cristina de Borbón le ocurre lo mismo, pero al revés: ya no sabe quién la defiende, ni por qué, ni de qué. Ella cree que, sin haber hecho nada malo, una mañana fue imputada.
Kafka ridiculizó al Estado y a su torpe burocracia al asignar el domingo como día para realizar los interrogatorios. Nosotros no hemos llegado a tanto, de momento, y nos hemos conformado con el sábado. Lo que sí hemos conseguido es montar el tribunal alternativo del que forman parte todos los personajes que se acercan a Josef K. en la novela, incluidos los que le quieren ayudar. Entre todos estamos plagiando la obra de Kafka hasta unos límites insospechados: en el libro, el único amigo del acusado que se presenta como tal es un fiscal dudoso y contradictorio, un personaje difícil de clasificar que aparece en un capítulo inconcluso de “El Proceso”. Una vez más, la realidad supera a la ficción.
Cuando visitas Praga por primera vez, observas cómo la marabunta se agolpa en la Plaza de la Ciudad Vieja, en el Puente de Carlos, en el Castillo, en la Catedral de San Vito, y en un callejón flanqueado por unas casitas pintorescas del siglo XVI que bordean el muro interior de la antigua ciudadela. Y todo el mundo se detiene en el número 22 de la Callejuela del Oro, la casa de Franz Kafka, donde dicen que escribió gran parte de su obra literaria. Es falso. Kafka ocupó aquella habitación con vistas al foso del Castillo apenas ocho meses. Entre el otoño de 1916 y la primavera de 1917 escribió una serie de relatos que se publicaron más tarde bajo el título “Un médico rural”. Ni siquiera dormía allí, sólo pasaba las tardes en aquel cuartito de quince metros cuadrados, cuya humedad seguramente aceleró el avance de su incipiente tuberculosis. El escritor checo habitó más de una decena de casas en Praga, pero la leyenda resiste: para la mayoría de turistas, aquel es el callejón de Kafka.
Ahora llegan las visitas de fin de semana a Mallorca y ya no quieren que les lleves al cementerio de Deyá para ver la tumba de Robert Graves. Les propones una aproximación al paraíso llegando hasta Formentor y declinan amablemente la invitación. Ni siquiera se animan ante la experiencia escalofriante de Punta Ballena. Sin embargo, todos se animan a visitar nuestra versión del callejón de Kafka, la creación periodístico-literaria más valiosa desde que desaparecieron las columnas del maestro Umbral. Hace unas semanas un amigo madrileño me dijo que la rampa de acceso a los Juzgados de Palma es como el Bernabéu, porque parece mucho más grande por televisión. Hemos convertido el famoso callejón en nuestra Bastilla particular, un palco privilegiado para las modernas tricotteuses, la grada de un pueblo ávido de justicia ante tanta corrupción. Durante la Revolución Francesa, los condenados se acercaban a la guillotina con la sentencia de muerte en la mano. Aquí nos saltamos ese paso previo, no sea que se nos escapen después por el garaje.
Todo parece una gran farsa, como la que denunciaba Kafka en su libro. Algunos de los que ahora teorizan con elegancia sobre la pena de telediario de Su Alteza Real, no hace mucho se partían de risa viendo maniobrar un furgón policial para dejar a los detenidos frente al mejor ángulo de las cámaras. Los había que por entonces hacían chistes aportando datos sobre la ropa interior que aparecía en los registros domiciliarios. Cuando preguntabas si era necesario tal escarnio público, escupían por un colmillo mientras tecleaban que los registrados jamás serían juzgados por un Estado corrupto. Cuando eran juzgados, decían que no serían condenados. Cuando fueron condenados, que no entrarían en la cárcel. Y en esas están ahora, quizá protestando porque no los sodomizan en las duchas del penal. Los resbalones son largos, y la memoria muy corta. Por eso se puede llegar a exigir el paseíllo para la imputada Cristina con un ánimo igualador y preventivo, después de años denunciando un “ensañamiento” judicial contra personas aforadas, que no tuvieron que desfilar, que han sido condenadas por sentencia firme a penas de prisión, y que ahora comienzan a recordar vagamente dónde se olvidaron los millones sustraídos de los fondos públicos. La ventaja del surrealismo es que no hay reglas, vale todo, y no es necesario recordar lo escrito anteayer. Por eso, como explica Kafka en “El proceso”, lo fundamental es no sucumbir al desaliento frente al absurdo.
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