Marina Abramovic reventó el MOMA neoyorkino en 2010 con la retrospectiva de su obra. La artista serbia sedujo a miles de visitantes con una puesta en escena que provocaba cualquier cosa menos indiferencia. Desde entonces arrastra un halo de estrella mediática, y el arte de la performance no para de crecer por todo el mundo. La actriz Milla Jovovich se encerró durante cinco horas en un cubo de cristal en la pasada Bienal de Venecia para retratar a la mujer consumista de Internet y las nuevas tecnologías. Y en el Festival de Avignon, Sophie Call profanó su propia intimidad para poner a los espectadores en relación con su realidad inmediata. La artista mostraba fotos de su madre recientemente muerta, un vídeo de sus últimos minutos de vida, las cajas de morfina que recibía, la foto de sus restos cubiertos de objetos antes del cierre del ataúd, etc. Pero el elemento performático por excelencia estaba en el discurso autobiográfico de Calle, que se presentaba a sí misma destapando su privacidad. Cuando en la década de los setenta nació esta disciplina, a su extravagancia se unía el interrogante de la opinión pública sobre la salud mental de sus protagonistas. Cuarenta años después, la Tate Modern de Londres dedica un espacio permanente en exclusiva a este tipo de representaciones, y el Palais de Tokyo en París acoge una y otra vez experiencias artísticas consideradas marginales hasta hace bien poco. Los expertos nos explican que el motivo de este auge imparable se encuentra en un público sediento de emociones fuertes, y que desean vivir una experiencia directa, no intervenida.
Al mismo tiempo, las descargas ilegales de música en la red han echado a la carretera a músicos inmortales que llevaban años tocándose la barriga, y otros órganos, en sus lujosas mansiones, o en áticos de quinientos metros cuadrados. Y ahí están esos vejestorios llenando estadios con cien mil personas, o el Royal Albert Hall durante treinta días consecutivos. Si una sola cosa se puede agradecer a los piratas y carteristas de la propiedad intelectual ajena, es haber empujado de nuevo a los escenarios a mitos recluidos voluntariamente en deuvedés y recopilatorios nostálgicos.
Y luego está el deporte de masas, o las carreras populares organizadas en cualquier pueblo donde cristo perdió la zapatilla, abarrotadas de gente en pantalón corto principalmente por socializar de una manera saludable. Y los gimnasios en los que, los que pueden, permanecen tres horas una tarde para hacer una clase de spinning o pilates de cuarenta y cinco minutos.
La semana pasada leí que ya hay más gente en el mundo con acceso a teléfonos que con acceso a agua corriente. Así que en la época de los smartphones, las redes sociales, el 4D y la hiperconectividad virtual, nos encontramos con una masa ávida de ver, tocar, oler, hablar y escuchar al prójimo sin una pantalla por medio. Es una lástima que la realidad insista una y otra vez en chafar el discurso tenebroso de los profetas del apocalipsis. Porque el buenismo ñoño y pseudo intelectual nos viene dando la tabarra durante diez años alertando sobre los peligros de una sociedad de relaciones humanas esclerotizadas por culpa de los móviles y los ordenadores. De hombres y mujeres que cada vez se verán menos y chatearán más. Nos advertía otro experto en estas mismas páginas que “ya no hablamos, tecleamos”. Una legión de tarados sociales cada día más numerosa, una muchedumbre de sujetos incapaces de comunicarse sin una máquina entre las manos. Y la posibilidad del teletrabajo iba a generar una masa ingente de ermitaños que sólo emitirían gruñidos ante sus semejantes, pero manejarían los pulgares a la velocidad del sonido. Pues bien, no es un dato autobiográfico, pero a mi me da que cada vez se folla más. Y se queda con más gente para tomar una caña, y se recupera el contacto con personas del pasado, y se puede conocer, si uno se lo propone, a más personas interesantes gracias al entorno 2.0. También hay desilusiones en la red, claro, como cuando hace muchos años te despertabas asustado al lado de una desconocida pensando que la noche anterior habías conocido a Julia Roberts. Pero la decepción y el fracaso forman parte de la vida misma, incluso en el caso de las estrellas de Hollywood.
Han aparecido nuevas patologías y adicciones derivadas de esta nueva realidad, pero predecir un futuro en los países desarrollados poblado de robots autistas es una hipérbole incompatible con la propia naturaleza humana. El optimismo está de capa caída y parece que vende poco como síntoma de inteligencia, pero no hay que desfallecer. Porque el problema no reside en el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación, sino en la mala educación. Como casi siempre.
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