EL FARO DE MONTAIGNE

Michel de Montaigne nació en el castillo de Périgord, propiedad de su familia, pero hasta los dos años se crió en una humilde familia de campesinos gascones por decisión de su padre. A esa edad vuelve a la maison noble, y su progenitor contrata a un maestro alemán que no conoce una sola palabra de francés, para que eduque a su hijo íntegramente en la lengua culta de la época, el latín. El experimento pedagógico se convierte así en el primer caso documentado en la historia de aprendizaje infantil en lengua no materna, con resultados no del todo insatisfactorios. No parece arriesgado afirmar que Montaigne hubiera superado hoy con cierta holgura los magros resultados del informe Pisa en España. Tampoco obviaremos aquí la extrema contundencia del procedimiento: cuando los padres o los criados querían comunicar algo al niño, primero tenían que aprender los cuatro palabros en latín. Por eso, a los seis años, el futuro genio universal de las letras era incapaz de pronunciar una frase completa en francés. Sin embargo debemos recordar que, con sus ventajas e inconvenientes, la decisión la tomó el padre, y no el consejero de educación de la región de Aquitania. Cuando aún no se había inventado la palabra pedagogía, la obra de Montaigne avalaba ya el éxito del aprendizaje por medio de la inmersión lingüística si este es el método escogido por la familia.

La actualidad perenne del pensamiento de Montaigne la explicaba Stefan Zweig al afirmar en su biografía que “la auténtica tragedia de la vida del escritor francés consistió en tener que ser testigo impotente de esta horrible recaída del humanismo en la bestialidad, uno de esos esporádicos arrebatos de locura de la humanidad”. Cayó el fascismo, pero el arrebato ha permanecido incrustado en las otras ideologías de masas que le acompañaron en el siglo XX: el comunismo y el nacionalismo. Montaigne odiaba a los “reformadores profesionales, a los teóricos y a los expendedores de ideologías”. Huyó toda su vida del dogmatismo, y fue rabioso en su defensa de la libertad interior y de un cierto relativismo cultural: todo tiene algún fundamento. En la escritura fragmentada de sus Ensayos, en eso que él denominaba una “marquetería mal unida de pensamientos”, el valor común que atraviesa todas las piezas del mosaico es el de la tolerancia, una actitud ante la vida incompatible con el discurso gregario y lanar del que sólo entiende de pueblos porque no distingue individuos.

Pero los sabios también se equivocan, y rectifican. El primer gran error de Montaigne fue considerarse viejo a los 38 años, y encerrarse con sus libros en la célebre torre donde escribió su magna obra. Con la vanidad del advenedizo pensó que “ya había entregado al mundo su etapa más activa y floreciente”. Creyó poder encontrar la libertad en la disciplina de la soledad, y abandonó el mundo para encadenarse a sí mismo en su biblioteca. Pero diez años después recapacitó y escapó de la fortaleza para iniciar un viaje de 17 meses por Francia, Suiza, Alemania e Italia. Y es en Roma donde decide regresar, al recibir la noticia de su elección como alcalde de Burdeos.

Cuando viajo, trato de llegar hasta el final. Por eso trepo montañas hasta donde puedo, subo las escaleras de los campanarios, y soy de visitar faros y cementerios, esos finisterres de la vida. Uno de los faros más bellos del mundo es el de Cordouan, en la boca del estuario de la Gironda que da entrada al puerto de Burdeos. Se levanta en mitad de un arrecife a siete kilómetros de la costa. Con la bajamar, se puede acceder a pie hasta su base atravesando un extenso banco de arena. Pero con la marea alta, el faro aparece clavado en mitad del mar, en una de las imágenes más puras y emocionantes de la soledad que se puedan imaginar. Lo que no supe hasta hace bien poco es que fue Montaigne, como alcalde de Burdeos, quien contrató en 1584 a Luis de Foix, el arquitecto responsable de alzar esa maravilla entre las olas gigantescas que a menudo golpean sus paredes.

En España, el Ministerio de Fomento ha presentado un ambicioso plan para reconvertir los 187 faros que jalonan nuestras costas en hoteles, restaurantes y centros culturales. A través de concesiones administrativas, se pretende dar un uso alternativo a estos bienes públicos ubicados en enclaves privilegiados. Y yo me pregunto si no sería mejor seleccionar otros tantos políticos de todos los partidos para alojarlos durante diez años en la soledad de esos faros, rodeados de agua y de libros, e intentar que, al salir de su retiro, entre todos aportaran a la convivencia y al debate de ideas en este país una milésima parte del legado de Montaigne a la humanidad.

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