Un lector crítico reclamaba hace un par de semanas un debate sobre la toma de decisiones en las sociedades democráticas. Me pareció un enfoque interesante, aunque complicado de abordar con serenidad, como tantos otros, ante la epidemia de cólera social que nos invade. Pero quizá sea esa misma fiebre colectiva la que nos obliga a reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Unas instituciones esclerotizadas, el descrédito generalizado de la política, y el distanciamiento entre los ciudadanos y sus gobernantes, están devaluando a marchas forzadas el modelo tradicional de democracia representativa. Hastiada de firmar cheques en blanco cada cuatro años, la sociedad reclama con urgencia nuevas formas de participación ciudadana que amplíen el margen de influencia sobre las decisiones políticas.
Dryzek denominó “giro deliberativo de la democracia” a la posibilidad que tienen los ciudadanos no sólo de elegir a sus representantes y gobernantes, sino también de incidir en los procesos de toma de decisiones que les conciernen. Quienes no viven instalados en la utopía, que son la mayoría, tienen que reconocer las dificultades que conllevan esos sistemas participativos. Las limitaciones aumentan a medida que se amplía el ámbito de decisión y la complejidad del asunto a decidir. A pesar de ello, no han cesado los intentos por depurar el ideal democrático y superar las flagrantes carencias detectadas con el paso de los años, especialmente visibles en tiempos de crisis. Sin hacer referencia a la Grecia clásica, Joseph Bessete introdujo por primera vez el concepto moderno de democracia deliberativa en el debate académico norteamericano en 1980. Deliberar proviene del latín deliberare, en cuya raíz se encuentra el sustantivo libra, es decir, balanza, o peso. El núcleo del proceso se encuentra por tanto en la ponderación de preferencias e intereses divergentes. Hablamos de un intercambio de argumentos y razones que convierte la deliberación en el camino por el que discurre la racionalidad de una decisión. Pero ese debate presupone de manera inexcusable la existencia de un espacio público en donde los ciudadanos puedan interactuar libremente e intercambiar sus puntos de vista sin verse coaccionados ni manipulados. En líneas generales, existen suficientes instrumentos legales y prácticos que aseguran esa libertad el día que acudimos a las urnas. Pero en determinados asuntos, lo que ya no resulta tan evidente durante los cuatro años posteriores es la depuración total de mecanismos coercitivos sobre la opinión del ciudadano común. Porque, aunque existan superdotados capaces de descifrar e interpretar la unanimidad de las masas, en realidad ésta no existe. Si existiera, la democracia, la deliberativa y todas las demás, terminaría por convertirse en una gigantesca inutilidad. Nos deslizaríamos ya hacia el nihilismo puro, de gran plasticidad en el guión de una película de Bertolucci o en columnas de opinión pirotécnicas, pero que aporta poco a la solución del problema.
En los últimos años se han sucedido múltiples aportaciones doctrinales sobre el modelo de democracia deliberativa, pero resulta revelador y nada casual que uno de sus referentes teóricos ineludibles, Jürgen Habermas, lo conciba como una extensión de la acción comunicativa. Para el filósofo alemán, en un régimen de opinión pública, ese modelo depende inexorablemente de unos procedimientos comunicativos capaces de institucionalizar el discurso público, o si se prefiere, social. A menudo, el espacio que se libera por la ausencia de comunicación lo ocupa rápidamente la propaganda. Pero incluso sin llegar a este extremo, el silencio, la desinformación o la confianza ciega en la legitimidad indudable que otorgan las urnas, pueden llegar a convertir una decisión legal en un acto autoritario o no razonado. Porque en la vida pública importa lo que eres, pero también lo que los ciudadanos creen que eres.
Del análisis de las diversas experiencias de democracia deliberativa vividas en Europa, Norteamérica e Iberoamérica, se extrae un elemento común: la existencia de una sociedad civil fuerte e implicada en los asuntos públicos, y de una cultura política participativa arraigada entre los ciudadanos. Ello significa cultivar unas virtudes cívicas que son incompatibles con cualquier forma de presión o intimidación sobre la libre opinión de las personas, por sutil que ésta pueda ser. De lo contrario, se avanza peligrosamente hacia la sospecha existencial que también mostraba Sartre sobre la noción de deliberación. El pensador marxista creía que, en realidad, recurrimos a la deliberación sólo para legitimar ante uno mismo o ante los demás una decisión tomada previamente. Y así pueden permanecer algunos durante meses, deliberando sin ceder un milímetro sobre la postura inicial, o magnificando su movimiento mínimo y negando el de los demás, en un simulacro de proceso comunicativo que no incluye ponderación, balanzas ni pesos.
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