PENSAMIENTO ARMADO

Lo advierto desde el principio: hoy es uno de esos días en que uno quisiera escribir como G.K. Chesterton, con lo cual el artículo está abocado al fracaso. En su juventud y antes de ser famoso por sus novelas, Chesterton trabajó en varios periódicos londinenses. Dejaba descansar sus ciento cuarenta kilos de peso corporal en cualquiera de los cafés de Fleet Street, y allí dejaba volar su prosa ágil y vibrante, y sus famosas paradojas: las cosas no son siempre lo que parecen. Uno de los camareros que lo atendía con frecuencia lo describió así: “Es un hombre muy inteligente. Se sienta y se ríe. Luego escribe alguna cosa. Y después se ríe de lo que ha escrito”. La vida es mejor cuando uno sonríe, incluso cuando se habla o se escribe sobre cosas serias. Fuese cual fuese el asunto, Chesterton rechazaba ponerse solemne. Se reía de sí mismo y de sus contradicciones con una sinceridad aguda y descarnada: “Tras fracasar por completo en mis intentos de aprender a dibujar o pintar, compuse con relativa facilidad varias críticas acerca de los puntos débiles de Rubens o de los talentos equivocados de Tintoretto: había descubierto la más sencilla de las profesiones, que he seguido desde entonces”.

Estas travesuras sólo las podía hacer Chesterton, cuando él quería y para divertirse. El resto de los mortales debemos ir con más cuidado y humildad. No me gustan los artículos que sólo expresan desaprobación sin aportar una sola idea constructiva, incluidos los míos cuando me han salido así. He venido observando este rasgo común en los columnistas que admiro y respeto, de este periódico y de otros: todos aportan criterios útiles y emplean para escribir anteojos con visión panorámica. El fuego a discreción provoca ruido y es espectacular, como una mascletá de palabras explosivas. Pero tras el recuento de los muertos, sólo queda el humo de la pólvora, que también termina por desaparecer. Sin embargo, se ha de reconocer que los opinadores con mira telescópica, los francotiradores de las letras y el verbo balístico, no sólo tienen admiradores más fieles, sino que además consiguen influir cada vez más en el resto de lectores, oyentes o telespectadores. Se crea así una masa creciente de aficionados al pensamiento armado, por utilizar un oxímoron tan del gusto de Chesterton.

En la guerra hay que dejarse de hostias. Ni reflexiones cruzadas, ni libros de poesía en las trincheras, ni visión panorámica. En mitad de la batalla, cuando por un instante se silencian los fusiles, no es momento para analizar el motivo por el que combaten los de enfrente. Sólo se dispone de unos segundos para pensar la manera de agujerear aquel casco que asoma. En esto consiste literalmente el pensamiento armado, y es obvio que el estruendo de ese contexto bélico termina por influir en la capacidad para escuchar y entender algo distinto a un disparo. Y aún peor: no hay margen para comprender que quizá alguien no esté en guerra, sino que se limita a discrepar.

Escribió el genio de Chesterton: “Cada vez que alguien le dice a otro: “dinos sencillamente lo que piensas”, está dando por sentado la infalibilidad del lenguaje; es decir, está dando por sentado que hay un esquema perfecto de expresión verbal para todos los estados de ánimo e intenciones de las personas”. Lo equívoco del lenguaje se acentúa en las situaciones de conflicto, por dos razones: la primera, porque el casco amortigua el sonido de las palabras, hasta hacerlas ininteligibles. La segunda, porque sólo faltaría que al soldado le asalte alguna duda antes de comparecer en el campo de batalla, prietas las filas. He escuchado estos días algunas interpretaciones surrealistas sobre mis intervenciones en un debate de televisión sobre el trilingüismo. Básicamente provenían de personas con piel finísima que portan un bazooka sobre el hombro. Y para alborozo de algunos, he de reconocer que en un primer momento me entristecieron, porque uno se esforzó por argumentar sin insultar ni ofender a nadie. Quizá mis expectativas de éxito en el empeño fueran demasiado elevadas, y no calibré bien el estruendo de los obuses sobre nuestras cabezas. Pero transcurridas unas horas desde el intento de fusilamiento, me senté en el regazo del orondo Chesterton para leer uno de sus brillantes ensayos titulado “Defensa de los pelmazos”. Y terminé sonriendo, como hacía él.

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