Hace unos meses pisé la sala de juego de un casino por primera vez en mi vida. El motivo de mi debut fue muy original, porque se trataba de la presentación de un libro de relatos negros titulado “España Criminal”. El acto se celebró en el recién inaugurado casino de Porto Pi, y me llamó la atención la elección del lugar para presentar una colección de historias sobre violencia, corrupción, asesinatos y sexo poco angelical. Cuando recibí la invitación pensé que, gracias a Dios, las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos del Generalísimo. En un centro comercial, en el mismo lugar donde años antes vi tantas películas de cine, había mesas con ruletas, partidas de póker y jóvenes crupieres repartiendo cartas a la velocidad de la luz. Fue un poco extraño, porque había que atravesar toda la sala principal para llegar al espacio donde se hacía la presentación del libro. Y yo tuve la sensación de estar violando la intimidad de toda aquella gente reunida en torno a las mesas, como si estuvieran haciendo algo poco decoroso y tuvieran derecho a que nadie les viera. Tanto al entrar como al salir caminé mirando hacia la moqueta, y sólo levanté la vista un par de veces de manera furtiva, como el niño que trata de atisbar de reojo la teta de una prima mayor. Al llegar a mi coche me sentí el idiota más grande del mundo.
Las leyes franquistas ocultaban los locales de juego, los alejaban del público y los sometían a una especie de clandestinidad. Siempre alejados de los centros urbanos, había que recorrer un camino de la perdición para llegar hasta ellos. Eras libre de incurrir en semejante inmoralidad, pero como mínimo te obligaban a conducir un rato. El juego era pecado: no era ilegal, se permitía, pero con restricciones y alejado de las miradas de las almas puras. Era el paradigma de la hipocresía de una época en blanco y negro, con olor a naftalina y sacristía. Semejante tufo no se desprende con facilidad del ropaje social, y aún persisten tópicos rancios sobre una actividad férreamente regulada y sometida a un modelo restrictivo por parte de la administración. Aunque, en honor a la verdad, a esa imagen turbia del mundo del juego ha contribuido mucho más Hollywood que Franco. Las Vegas y el cine americano rompieron la imagen europea de los casinos románticos del XIX ubicados en ciudades balneario, o en lugares de veraneo de la aristocracia. Pero ya digo que los tiempos cambian, y hoy las principales ciudades europeas están reubicando sus casinos en pleno centro urbano.
Ahora se plantea la concesión a través de un concurso público de una segunda licencia para abrir otro casino en Mallorca. Y una vez más, uno tiene la impresión de vivir en un lugar en el que nunca hay forma de ajustar los ritmos y los tiempos a los de nuestro entorno geográfico. Tenemos varios ejemplos. Cuando Avila, Mataró y Roquetas de Mar ya tenían su palacio de congresos, en Palma decidimos ponernos manos a la obra, justo cuando un mercado tan hambriento como éste comenzaba a tener síntomas de empacho. Llegamos tarde. Pero no siempre hemos sido tan lentos. Hace años en Mallorca se legisló e invirtió para cumplir con las directivas europeas más exigentes en materia de gestión de residuos, como habían hecho los países más avanzados en materia ambiental, como Dinamarca, Suecia u Holanda. Cerramos los vertederos antes que nadie en España, pero ahora, según opinan algunos, resulta que llegamos demasiado pronto y nos sobra incineradora, como si la basura se pudiera almacenar en verano.
En lo que respecta al juego, parece que tampoco logramos sincronizarnos. Media Europa está llevando sus nuevos casinos al centro de las ciudades, al margen del atractivo turístico de esas capitales. En España ya lo han hecho Madrid, Barcelona y Valencia, por ejemplo. El efecto dinamizador de esta actividad, al igual que la del Palacio de Congresos, debería intentar romper los elementos estacionales de una economía como la nuestra. Por eso, objetivamente, es difícil de entender el motivo para premiar la ubicación del nuevo casino en una zona turística madura, es decir, la Playa de Palma, por encima de cualquier otra. Tratamos de promocionar Ciutat como un destino de 365 días al año, abrimos hoteles boutique de cuatro y cinco estrellas en el casco histórico después de costosas rehabilitaciones de edificios antiguos, y luego se redactan unas bases que priorizan esa inversión en una zona cuyo principal reclamo ha sido, es y será, el sol y la playa. Otra vez parece que queremos comprar un reloj que atrasa respecto al horario continental.
El asunto es complejo, pero en cualquier caso no debería existir el menos atisbo de parcialidad en un concurso de estas características. El sector del juego ya arrastra ante la opinión pública una leyenda negra de suficiente extensión como para que las reglas que fija la administración para los competidores no sean tan claras como el agua de un manantial. Esta es una ocasión inmejorable para que la honrada mujer del César luzca sus mejores transparencias en la adjudicación.
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