Existen mitos muy arraigados en la opinión común, difíciles de rebatir. Uno de ellos es la distinción radical entre hablar y hacer. Llegamos a establecer una diferencia jerárquica: lo que importa es la acción, la palabra es secundaria. Y terminamos por adentrarnos en el juicio peyorativo del verbo: menos rollos y más hechos. Es decir, la palabra como algo irreal, meramente figurativo, una simple representación del mundo. Pero la palabra también es acción, y distinguir entre decir y hacer a menudo no tiene sentido, porque con las palabras hacemos cosas. Han pasado más de cincuenta años desde la publicación de un famoso libro titulado Cómo hacer cosas con las palabras. Su autor, el filósofo del lenguaje John L. Austin, refutó la idea de que la función principal del lenguaje sea la representación del mundo. Hablar no sólo es comunicar, describir u opinar, porque todas las frases hacen cosas y nos dicen cosas. En su teoría de los actos del habla, Austin invita a reflexionar más sobre la fuerza de las expresiones, en lugar de pensar en su verdad o falsedad. Si reflexionamos dos minutos sobre esta idea, se nos ocurren múltiples ejemplos. Las palabras construyen realidades, con independencia de su veracidad.
Pero nadie ha escrito aún sobre cómo hacer cosas con el silencio. La razón puede ser que el silencio no es acción, y en consecuencia, con mayores motivos que la palabra, podemos concluir que no hace nada. A pesar de ello, la interpretación del silencio es una de las cuestiones que consume más tiempo y energía de los filósofos, de los sociólogos, de los psiquiatras, de los políticos, de los tertulianos, de los articulistas, de los maridos, de las novias y de la vecina del quinto. Esto es así porque, de manera subliminal, también está arraigada entre nosotros la convicción de que el silencio sí comunica algo, y que la ausencia de expresión puede tener uno o varios significados. Es en este punto donde la psicología de la comunicación nos puede ilustrar sobre los motivos por los que interpretamos el silencio de una u otra manera. Una cuestión científica, compleja, algo abstracta y prolija de explicar. O sea, un asunto pensado para Twitter.
Venía escuchando desde hace semanas el argumento de que nadie que no esté en nómina del PP defiende el TIL públicamente. Yo lo analizaba con atención y una cierta perplejidad, hasta que el pasado viernes Miquel Adrover puso nombres y apellidos en las páginas de este diario a los soldados a sueldo que jalean el modelo trilingüe propuesto por Bauzá. Yo conté hasta diecisiete mercenarios reflejados en su crónica. No son muchos, la verdad. Un ejército raquítico para afrontar la madre de todas las batallas educativas y lingüísticas. Fue muy sorprendente comprobar con datos exactos lo exiguo de esa tropa, porque dos páginas antes una encuesta de Gadeso reflejaba que un 22% de los ciudadanos consideran el TIL una buena solución para el fracaso escolar, y al 23,8% les parece un buen modelo, pero mal aplicado por las prisas y la falta de consenso. También es mala suerte para el Govern que entre ese 45,8% de la población nadie disponga de una cuenta en Twitter.
En los años que llevo opinando en medios de comunicación, las críticas más furibundas que he recibido han sido casi siempre al referirme a cuestiones que afectaban al catalán. A veces no han sido críticas, sino directamente insultos. Se asumen con deportividad, porque se interviene por propia voluntad y forma parte del juego que de vez en cuando un anónimo vomite alguna maldad sobre ti. Esto también es democracia y libertad de expresión, claro, pero no es agradable, y uno preferiría que no ocurriera, sobre todo cuando se intenta no ofender personalmente a nadie con las opiniones.
No me tengo por el mayor de los cobardes, pero para ser sincero he de confesar que uno no tiene todos los lunes las mismas ganas de sudar sangre en esta página. Hay días y días. Aun así, los que me conocen saben que no me arrugo con facilidad, y que disfruto del intercambio de argumentos inteligente y respetuoso, precisamente porque creo que con las palabras hacemos cosas. Pero hay que estar muy en forma para aceptar en público el debate sobre la lengua cada vez que se plantea. Porque estar entrenado no quiere decir que no te canses. La violencia de cualquier polémica que afecte al modelo lingüístico en la enseñanza no es apta para muchos ciudadanos, que ya soportan unos niveles de crispación por encima de lo razonable en demasiados asuntos de su vida. El silencio puede obedecer a la ignorancia, la prudencia o la indiferencia, o peor aún, al miedo. En mi caso la razón es otra: no hay nada más aburrido que una disputa entre sordos.
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