Hay que callejear un poco, pero merece la pena. La Judenplatz es un rincón coqueto y poco transitado de Viena, rodeado de callejuelas empedradas y edificios nobles del siglo XVIII. Allí se encuentra el memorial del holocausto por los más de 65.000 judíos austríacos asesinados por el nazismo. Alrededor de un enorme cubo de piedra están grabados los nombres de los lugares en que tuvo lugar el genocidio. Uno lee sobre el suelo Mauthausen, Treblinka, Auschwitz, Buchenwald, Dachau… y así hasta 41 topónimos de la muerte, y se le tensan todos los músculos del cuello. La frialdad de aquella mole pétrea se mitiga cuando te acercas y adviertes el relieve de miles de páginas formando una gigantesca estantería del recuerdo. Un homenaje a las víctimas, claro, pero también a la milenaria cultura judía de los libros, el refugio de su recuerdo en la diáspora, y un símbolo de su respeto ancestral por el mundo del espíritu. Hoy hemos olvidado demasiados nombres e historias, y nos hemos quedado con la caricatura de su obsesión por el dinero, el color caqui, las botas militares y el arma semiautomática apuntando a un palestino. Pero hay bastante más. El antisemitismo que de manera larvada triunfa hoy en tantos países, es mucho más sútil que las cámaras de gas de antaño, o la negación del holocausto por parte de algunos bárbaros. Pasa por la memoria selectiva, el maniqueísmo de brocha gorda, y el olvido de la ingente aportación hebrea al patrimonio cultural de occidente.
A escasos diez minutos caminando desde la Judenplatz, se encuentra un imponente edificio de los habitados por las familias de la alta burguesía vienesa durante el siglo XIX. En el número 17 de la Rathaustrasse vivió su infancia y los primeros años de juventud Stefan Zweig. Entre las paredes de aquel caserón paterno se formó un espíritu crítico que hizo de la libertad interior su motivo de vida, y finalmente también de muerte. Hoy allí se ubica un pequeño hotel, y en su cafetería he podido releer algunos pasajes de El mundo de ayer, la obra más brillante y conmovedora de aquel judío cosmopolita. Ochenta años después llama la atención la actualidad de su crítica demoledora a las grandes ideologías de masas, comenzando por un nacionalismo que destruyó la conciencia europea y arrasó el continente a bombazos. Es emocionante su canto nostálgico por aquella Viena culta y sibarita, admiradora del arte, respetuosa con los intelectuales de todo signo, y que situaba la educación de sus jóvenes en un plano supranacional. Hoy desde los púlpitos escolares se insiste mucho en el estudio del yo, mi, me, conmigo. Y en anatomía no somos capaces de pasar del ombligo.
Pero no hay que sucumbir al pesimismo. Me he permitido la pequeña broma de escribir parte de este artículo sentado en el Café Central, el favorito de Zweig, por si se me pegaba algo. La magia no ha surtido efecto, pero veo ante mi una especie de enorme perchero, con decenas de periódicos austríacos e internacionales, revistas literarias y de arte, que me confirman que la desaparición del formato papel no será inminente. Y en las portadas de muchos diarios veo a un premio Nobel de la Paz mendigando apoyos ante sus colegas de profesión para no aparecer él ante los ojos del mundo como el llanero solitario de la justicia terrenal. Veo fotos de una reunión de veinte hombres y mujeres que están demostrando ante el conflicto de Siria unas convicciones morales tan sólidas como el papel de fumar. Veinte líderes políticos mundiales, cada uno con su calculadora en la mano, echando cuentas de intereses económicos, geoestratégicos y políticos. Y parece que el resultado es igual cero, que traducido quiere decir: que se maten entre ellos. Como en Ruanda, o en Camboya, o donde sea que no haya nada que ganar. Porque no queremos elegir entre malos conocidos y malos por conocer. Yo no sé si hoy es posible meter un misil por la ventana de la habitación de Bashar el Assad sin matar a su hija, como ocurrió con Gadafi. Pero la perspectiva del gratis total para las acciones de este sátrapa de bigotillo hitleriano resulta insoportable, a pesar del silencio ignomioso de esa izquierda de cartón piedra que se pone a bramar con cada mala patada que un soldado israelí propina en la franja de Gaza.
Los cafés de Viena son un símbolo de la ciudad. Por una módica cantidad te puedes quedar el tiempo que quieras leyendo, escribiendo, o sólo mirando. Como en la ONU: pagas por estar en el club, y te puedes quedar allí charlando y discutiendo, de tertulia, aunque sin pasión ni literatura, como hacían los amigos de Zweig. Incluso disponen de estancias para que los líderes mundiales se fumen un puro mientras un tirano gasea inocentes.
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