IR A MISA

Tres de cada cuatro ciudadanos de Balears sólo acude a misa alguna vez al año. La gran mayoría no pisa jamás una iglesia, e interpreta una versión del fumando espero en el atrio cuando acude por obligación a un evento de la BBC, bodas, bautizos y comuniones. En verano la tropa nos tiramos al monte, o a la playa, pero la asistencia a oficios religiosos copa la agenda oficial de la Presidenta del Parlament. Lo lees así, sin anestesia ni mayores explicaciones, y sobrevuela sobre uno esa teoría del planeta imaginario habitado sólo por políticos, gentes extrañas que van a misa en verano con mucha frecuencia. En el caso de los varones, se activan los mecanismos de compasión al contemplarlos embutidos en un traje oscuro y con corbata bien anudada, sin aflojar un solo botón del cuello sudado, sentados en primera fila frente al altar, cocidos a más treinta grados, sin aire acondicionado, y con el pueblo tras ellos en chanclas y bermudas. Otra prueba más de la desafección ciudadana y del alejamiento de sus representantes electos.

Yo pertenezco a ese setenta y cinco por ciento de visitantes esporádicos a los templos del Señor. Uno más de esa mayoría de creyentes no practicantes, aunque no siempre fue así. Hasta la mayoría de edad acudía a misa de una cada domingo en la iglesia de San Miguel, en Vitoria. De vez en cuando, la cuadrilla de amigos nos dejábamos caer por la de una y media en Carmelitas, y sólo excepcionalmente nos tragábamos un sermón cuasi falangista del párroco de Nuestra Señora de los Desamparados, y cura con el pelo cortado a cepillo que abroncaba a los feligreses con furia apocalíptica. Desamparado salía uno de aquellos rapapolvos, sintiendo ya bajo los pies el calor de las llamas del infierno. Escuchábamos poco la homilía, pero aquel sacerdote gritaba tanto que nos distraía de nuestras cosas. Y además nos cortaba el rollo. En realidad, elegíamos la misa en función de las chicas que acudían a ellas. Era un auténtico ejercicio de democracia interna el que había que realizar para no romper la cohesión interna del colectivo, porque las tías se distribuían por las parroquias de una manera tan diabólica que nunca coincidían todas las interesantes ante el mismo altar. No era fácil, pero aquello constituyó una escuela de tolerancia y técnicas de negociación para preservar la sacrosanta amistad del grupo.

Los tiempos han cambiado una barbaridad. Los políticos tienen que acudir a misa obligados por su cargo, o por respeto institucional, o siguiendo una tradición, o incluso, aunque a algunos les resulte increíble, en el ejercicio de su libertad individual. Y hay ciudadanos que se sienten impelidos a acercarse al atrio para insultarles y zarandearles en el ejercicio de sus sagrados derechos constitucionales, sin que se quejen demasiado los del traje, que para eso cobran de nuestros impuestos. Y así constatamos de paso que cada día hay más cobardes metidos a políticos, gentes tiquismiquis que no les hace gracia que los embadurnen de fluidos varios a su paso entre el gentío ebrio de democracia. Cristo subió al Gólgota a latigazos y coronado de espinas, y éstos se amilanan por cuatro escupitajos e injurias proferidas a un palmo de su cara. Así va el país.

Y luego están las aguafiestas, siempre las menos agraciadas del guateque, agazapadas hasta que se acercan a susurrar al bombonazo que le están tocando el culo, que si no se te das cuenta, que si te mira el escote mientras bailáis. Aunque sólo haya una de estas soplonas, siempre son demasiadas. Como la Guardia Civil, siempre por medio, siempre aburridos, con cara de lunes aunque todos estemos de fiesta, siempre demasiados, sean cinco o sean veinte, siempre desconfiando de la bondad intrínseca de los que beben mucho pero sólo quieren insultar un poco, cuatro salivazos y a seguir con la fiesta. No es para tanto, porque en una atmósfera contenida y pacífica, ¿a quién coño se le puede ocurrir agredir a uno de esos personajes trajeados, a las puertas de la casa del Señor, por muy fascistas que sean?

Ya digo que los tiempos cambian. La tradición irreverente, la ironía inteligente, la crítica sana y la burla festiva, han dado paso a otras manifestaciones mucho más populares, porque quedan al alcance de cualquier descerebrado que no sabe ni a quién insulta. En los tiempos del «follamos o k ase» por whatsapp, los adolescentes ya no van a misa a ver chicas guapas, ni tienen tiempo de enterarse de a quién están mentando. Y encima los pobres tienen que aguantar a las maripuris vestidas de verde oliva desluciendo el jolgorio popular. Si no saben aguantar una broma que se vayan del pueblo. La verdad es que ese parece ser el objetivo.

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