MOCOS Y TUITS

La semana pasada cumplí una promesa. Hacía varios años que conseguía esquivarla, pero ya no me quedaba margen. El amor paterno filial obra imposibles, y a mi me situó durante cinco horas en un parque acuático abarrotado de gente. Mi optimismo estival trató de convertir el trauma en una experiencia enriquecedora, y pensé que si salía sano de aquellas abluciones íntimas compartidas con miles de desconocidos, mi sistema inmune resultaría claramente fortalecido. Además, obtuve una visión cercana de escenas familiares cotidianas tan bizarras que pensé que sólo podían existir en la imaginación de los guionistas de series de televisión. Sin elevar la anécdota a categoría, escuchar a un padre blasfemar continuamente cuando se dirige a sus hijos ayuda mucho a entender algunas de las cosas que suceden en este país. Y luego está la higiene, y el respeto por los demás. Un niño escupe dentro de una piscina. Seguidamente le dice a su madre que tiene mocos. La madre le grita que se los quite. El niño obedece y se limpia con el agua. La madre asiente con la cabeza y a continuación le propina un pescozón y un insulto, porque mientras soltaba su mucosa nasal sobre el agua el flotador gigante se le ha escapado y se lo ha llevado otro chico: ¿lo ves? ¿cuántas veces te he dicho que eres gilipollas?

Cuando España era un país más cercano al tercer mundo que a Europa, el civismo, los buenos modales, y una cierta pulcritud en la imagen constituían uno de los escasos mecanismos de cohesión social. Cuando ni siquiera existía la clase media, las personas más humildes reivindicaban su igualdad y su derecho a ascender en la escala social a través de aquello que dependía de ellos y nadie les podía arrebatar: la educación recibida y transmitida a los hijos, referida ésta no tanto a los conocimientos, como a una actitud moral y estética en la vida. En la manera de relacionarse y mostrarse con corrección ante los demás había una expresión de dignidad y un gesto de subversión frente al orden establecido, tan injusto desde el punto de vista de la rentas. Pero hoy, con una clase media menguante y devastada por la crisis, la vulgaridad avanza sin entender de salarios o patrimonios. Es evidente que esta no es una cuestión de pobres.

En Londres ha muerto un joven alemán de 21 años, becario en una entidad financiera, después de trabajar 72 horas ininterrumpidas. Lo más terrible del asunto es que nadie le obligó a hacerlo. A esa edad, como estudiante en prácticas ganaba más de 3000 euros al mes, pero ese no era el objetivo. Se trataba de conseguir el puesto de trabajo soñado por él. En las fotografías que se han publicado, el chico no tiene aspecto de blasfemar ni de escupir en piscinas públicas, pero en la pretensión de trabajar catorce horas diarias de media seis días a la semana para ser millonario antes de los treinta también hay algo profundamente zafio y ordinario. Porque él sabía, como el resto de sus compañeros, que iba a necesitar destrozar su cuerpo para conseguirlo, y seguramente recurrir a ayudas externas en forma de drogas, legales o ilegales. Denigrante para uno mismo, y devastador como modelo de campeón para los demás. Un paradigma contrario al de aquella actitud moral y estética en la vida a la que me refería antes. Yo he conocido a algunos de estos chavales empleados en bancos de inversión en Madrid. Con 27 años se hacían los zapatos a medida en John Lobb, compraban las camisas de diez en diez, y el día libre se iban a Milán a encargarse trajes de Armani. Una noche uno de ellos me acompañó hasta mi casa en su coche, un Aston Martin que acababa de estrenar. Me dijo que era el sueño de su vida. Le pregunté qué iba a hacer a partir de ahora, con tantos años por delante, y creo que se molestó, porque me miró como a un desgraciado y me contestó que esa era la pregunta típica de un perdedor. Me enteré que unos años después había sufrido un ictus.

Es fundamental entender el avance de la rudeza y la grosería en nuestra sociedad para explicar cómo personas, anónimas o conocidas, pueden desear la muerte de otra que acaba de sufrir un grave accidente de moto, sólo por discrepancias políticas. Porque si hablamos de chabacanería moderna, es justo reconocer que los tuits publicados, y algunas de las consignas coreadas frente al hospital en el que permanece ingresada en la UCI la Delegada del Gobierno en Madrid, resultan mucho más nauseabundos que los mocos de un niño en la piscina de un parque acuático.

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