HIJOS DE ESCOCIA

Si me incorporo unos centímetros desde el escritorio donde escribo y miro hacia la izquierda, veo en el extremo este de una plaza rectangular una enorme piedra circular de unos dos metros de diámetro. En Grassmarket se recuerda el martirio de más de un centenar de covenanters, presbiterianos escoceses ahorcados justo en ese lugar por oponerse al catolicismo. Al otro lado de la explanada, en el siglo XIX existía una pensión en la que dos criminales lograron asfixiar a dieciocho víctimas para vender sus cuerpos a la Facultad de Medicina. Entre ambos puntos arrancan unas estrechas escaleras empinadas que conducen directamente a la explanada frente al castillo de Edimburgo. A la derecha de la entrada hay una pequeña fuente de bronce que recuerda a las cuatro mil personas, sobre todo mujeres, ejecutadas entre finales del siglo XV y principios del XVIII acusadas de brujería. Si desciendes en dirección contraria por la Royal Mile, en dos minutos llegas al ayuntamiento de la ciudad. Bajo su actual emplazamiento se pueden visitar hoy varios de los callejones oscuros y húmedos en los que se hacinaban hasta hace dos siglos miles de familias en condiciones infrahumanas. Tuvieron que ser las sucesivas plagas de peste negra y bubónica las que contribuyeron al declive definitivo del barrio. Cuentan que muchos murieron emparedados por orden de las autoridades de la ciudad, abandonados a su suerte para evitar contagios.

Edimburgo es una ciudad que muestra sin pudor toda la inmundicia de su pasado. Hay algo de exhibicionismo en el relato de sus atrocidades, que se llegan a exagerar para mayor impacto del visitante. Detecta uno en este punto la influencia televisiva y la cultura del tabloide: que la verdad histórica no te estropee la visión de un turista horrorizado e ingenuo. Antes de llegar al golf y al rugby, Escocia hace de su historia sangrienta de mazmorras y descuartizamientos una seña de identidad, y esto sorprende en un país de gentes amables. Setecientos años guerreando con los ingleses, y en los periodos de paz a golpes entre sus clanes «para no perder la forma», según me contaba un rojizo lugareño frente a una pinta de cerveza.

Pero toda esta casquería sanguinolenta no nos debe confundir. Edimburgo es una de esas ciudades que se parecen a los mejores libros. Hay que releerlas en sucesivas visitas, vagando al azar o buscando páginas concretas. Es necesario ese retorno pausado para entender cómo el país de Maria Estuardo, Robert the Bruce y William Wallace, una tierra de reinas decapitadas, guerreros vociferantes y héroes populares con la mirada inyectada en sangre, pudo ver nacer a un escritor como Robert Louis Stevenson. Somos muchos los que debemos a este pacífico escocés el descubrimiento del placer de la lectura. Gracias a él, muchos aprendimos de jóvenes a distinguir un libro de las cucharadas de aceite de ricino que nos administraban en las clases de literatura. Muy cerca de los escenarios de la barbarie civil y militar, otro pasaje sombrío te deja en la puerta de una casita cuyo sótano alberga decenas de manuscritos, fotografías y recuerdos de sus viajes. Stevenson escribió siempre con la imaginación de un niño, con coraje y lealtad a sus principios, sin permitir que la tuberculosis que destrozó sus pulmones desde la infancia ensombreciera su visión luminosa de la vida. Y lo hizo en aquel Edimburgo del XIX, de edificios tenebrosos y nubes atormentadas. Un cielo de chimeneas quemando carbón y madera, cubriendo una ciudad quebrada por la injusticia y las desigualdades sociales. Stevenson no ocultó las sombras y las contradicciones humanas, reflexionó sobre los aspectos más conflictivos de la personalidad, pero nunca sucumbió al pesimismo. En La isla del tesoro, uno de esos libros que hay que releer para no convertirse en adulto de por vida, dibuja uno de los bandidos más sugestivos de la historia de la literatura, pero al final proclama el triunfo edificante de la ley y la justicia.

La enfermedad le impidió asistir al colegio hasta los nueve años, y a los treinta y tres publicó su obra más conocida inspirado en el mapa de una isla imaginaria que había dibujado su hijastro Lloyd durante unas vacaciones estivales. Hoy los niños con tres años ya están escolarizados, pero no dibujan en verano ningún plano porque los tienen todos en el IPad. Stevenson jamás se rindió al cinismo ni perdió su mirada infantil, y gracias a ella nos dejó escrito que «viajar con esperanza es mejor que llegar, y el verdadero éxito consiste en trabajar».

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