ELOGIO DEL MAQUINISTA

En realidad también ha muerto un poco. Se mueve, habla, piensa en lo que ha hecho, y lo va a hacer cada día que le reste de vida. Mucho antes de que se dicte una sentencia firme contra él, ya está condenado por el tribunal más implacable que existe, el de la propia conciencia. Se muestra inclemente consigo mismo porque sabe que no hay ni habrá salvación para él. El País ha publicado la transcripción de la declaración judicial de Francisco José Garzón, el maquinista del tren siniestrado en Santiago. El audio de una parte del interrogatorio del juez y el fiscal es aún más impactante al recordar las explicaciones precipitadas que algunos nos endosaban mientras todavía contábamos los muertos. Unas de las primeras fueron las del sindicato de maquinistas, relativizando el error humano y dando por seguro que tuvieron que producirse otros fallos encadenados en la seguridad del tren, como ocurre en la mayoría de accidentes aéreos. Antes se había iniciado la pirotecnia habitual en términos políticos. Una parlamentaria socialista de Madrid publicó un tuit culpando de la catástrofe a los recortes de Rajoy con los cuerpos tapados con mantas sobre las vías del ferrocarril. Otro nunca mais. La respuesta de los vecinos de Angrois y de la ciudadanía en general alcanzó unos niveles de ejemplaridad que consiguieron frenar por unos días el avance de la miseria moral de algunos comentarios, aunque no de todos.

Mientras terminaban de identificarse los últimos cadáveres destrozados entre los hierros, nuestra Tramuntana comenzaba a arder a una velocidad similar a la del Alvia descarrilado. Otra imprudencia, y otra persona llevándose las manos a su cabeza hueca, vacía por completo de sentido común en una jornada achicharrante de calor seco y viento traicionero. Y de nuevo el duelo al sol en un pueblo del oeste mallorquín, para saber quién desenfunda el revólver más rápido a este lado del Mediterráneo. Es de justicia reconocer que algunas críticas se hicieron con sordina, con una mesura resignada, porque ochocientos efectivos y un despliegue de medios aéreos sin precedentes restaban algo de importancia a los despidos de personal administrativo en el Ibanat. Tampoco hemos escuchado quejas excesivas por la invasión de militares españolazos desembarcados en nuestras costas, ni por todas esas cruces de San Andrés sobrevolando nuestras cabezas antes y después de soltar agua en la pira infernal. Se demuestra así que por delante de la independencia no sólo se debe situar la vida de las personas, sino también la de los pinos.

A pesar de todo, hay quien ha visto en el despiste del maquinista y en la barbacoa imprudente un intento de los poderosos por criminalizar a la ciudadanía para eludir así su propia responsabilidad. Según esta teoría, se ha puesto el acento investigador y mediático en estos dos desgraciados para evitar que se hable de otros temas que afectan a los que mandan de verdad. Porque no nos cabe en la cabeza que el género humano sea capaz de meter un misil por una ventana desde miles de kilómetros de distancia y no pueda minimizar las consecuencias más graves de una imprudencia. No es posible que en la era de la nanotecnología, la acción de un necio con una carretilla llena de brasas nos pueda dejar el alma encogida en aquellos parajes durante décadas. Si se puede aterrizar un drone en un portaaviones con un mando a distancia parecido al de la Wii, ¿cómo un despiste de un minuto escaso se va a llevar por delante la vida de setenta y nueve personas? Tiene que haber algo más.

Sin embargo, este hombre, el maquinista, ha comparecido ante el juez después de estar varios días hospitalizado. En ese espacio de tiempo ya habrá podido hablar con otros compañeros, con sindicalistas, con técnicos de Renfe, con familiares y con algún amigo, con psicólogos y con abogados. Seguro que le han explicado lo que significa su imputación por setenta y nueve homicidios por imprudencia profesional, y más de un centenar por lesiones. Y le habrán informado de su derecho a no declarar, incluso a mentir, para no verse perjudicado en el proceso penal. Francisco José Garzón podía inventar excusas, falsear los hechos, tratar de eludir su responsabilidad y descargar una parte de su culpa sobre otros para aliviar su alma de ese pesado fardo. Quizá desconocía lo rápido que hubieran calado sus pretextos en una sociedad donde cada día hay más personas incapaces de asomarse a su interior y preguntarse: ¿y yo qué?. A preguntas del fiscal, el maquinista reconoce que los mecanismos previstos funcionaron, que los avisos sonaron, que no encuentra explicación, y concluye con la voz entrecortada: “Es que todo va en que yo debo ponerme a esa velocidad, ochenta kilómetros por hora, nada más”. El debate sobre la alta velocidad y la velocidad alta es ineludible en este país, pero la confesión de este hombre en un país en el que nadie reconoce nada es un acto de valentía ante el que se debe mostrar respeto. Y ayuda un poco a sentir compasión por quien arrastrará el resto de sus días la carga de tantas vidas destrozadas por su temeridad.

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