Durante la década de los cincuenta los beneficios de las principales empresas productoras de acero en Estados Unidos cayeron en picado. En 1962, cuando la legislación en defensa de la competencia no era ni de lejos tan restrictiva como la actual, estas grandes corporaciones comenzaron a negociar una subida simultánea de sus precios. El gobierno federal pensaba que ese acuerdo provocaría un incremento fulminante de la inflación y la destrucción de miles de puestos de trabajo. La agencia tributaria norteamericana comenzó entonces una campaña de inspecciones fiscales sobre las finanzas personales de los ejecutivos del sector del acero. A las pocas semanas se suspendieron las negociaciones, los precios permanecieron estables y ningún ejecutivo fue sancionado ni acusado de delitos contra la hacienda pública. El Presidente de los Estados Unidos en 1962 era un señor muy guapo de sonrisa radiante que se llamaba John Fitzgerald Kennedy. Ahora imaginemos a Cristóbal Montoro haciendo lo mismo con los responsables de las compañías petroleras que operan en España, por ejemplo.
Antes de recibir el disparo más visto de la historia de la televisión, Kennedy pronunció varios discursos memorables sobre América como paraíso de las libertades individuales frente al infierno comunista soviético. E impulsó los derechos civiles y la integración racial como nadie antes lo había hecho en aquella tierra de promisión. Pero tuvo tiempo de hacer más cosas. Durante su mandato presidencial se interceptaron las comunicaciones de congresistas y periodistas críticos con el gobierno. Además, Kennedy instaló un sistema de escuchas y grabaciones en el Despacho Oval y en otras salas de reuniones del complejo de oficinas de la Casa Blanca. Sin embargo aquel balazo mortal que dejó perdido el descapotable y el traje de Chanel que vestía Jackie, alumbró el mito de una nación enamorada de su presidente hermoso, joven y bueno: una estrella de Hollywood. En aquel guión no cabían la extorsión tributaria, el espionaje a los adversarios políticos o a los medios de comunicación, ni su turbia relación de intereses recíprocos con una personaje como Edgar J. Hoover. Se aceptaron sus relaciones sexuales con Marilyn Monroe porque en el fondo representaban la pareja de América, y Jackie supo aguantar el tipo como la reina profesional que era. Pocos años después, tras el Watergate, el desgraciado de Nixon declaró que él no había hecho nada que no hiciera antes Kennedy, sólo que a él le pillaron, y pasó a la historia como el ejemplo de político sin escrúpulos, mentiroso compulsivo e incapaz de arrepentirse de nada: el villano de la película.
Medio siglo más tarde la historia se repite en sentido contrario. Tras los atentados del 11 de Septiembre, el pérfido Bush añade un nuevo estado a los cincuenta que componían la Unión y le otorga un estatuto jurídico especial. Crea un territorio de penumbra legal llamado Guantánamo. Los halcones que rodean al cowboy tejano revolucionan los métodos de la NSA, el FBI y la CIA, porque una guerra global amenaza un país cuyo único ataque exterior grave lo sufrió setenta años antes en una isla del Pacífico, a 8000 kilómetros de Washington. Le sucede Obama, otro héroe kennedyano, que no sólo no cierra Guantánamo sino que autoriza a sus chicos de operaciones especiales para que revienten la cabeza de Bin Laden en un país extranjero, teóricamente aliado, sin previo aviso a sus autoridades. Se busca y se encuentra la colaboración de todas las grandes compañías privadas de tecnología y comunicaciones para montar un show de Truman a escala planetaria. Obama reconoce que se han pinchado las comunicaciones de decenas de periodistas que cubren la información de la Casa Blanca por un asunto de seguridad nacional. Le critican, pero nadie le llama tramposo, como a Nixon. Hasta que un ex-empleado de una empresa subcontratada por la CIA cuenta lo que la mayoría sabíamos, o sospechábamos. Que Orwell fue un visionario, y que lo ven y lo escuchan todo, en su país y fuera de él. Y entonces nos molesta, porque no queremos oír semejante barbaridad, y menos que nos la cuente un chico con cara de buena persona. Era más cómodo imaginar a un espía de la CIA con aspecto de espía de la CIA, entregando un fajo de dólares a un confidente en un viejo café de Kabul. Pero el último americano impasible se quedó en Vietnam y hoy nadie se creería una película como esa. El relato de este escándalo se está escribiendo en minúsculas porque queremos creer que Obama es bueno, porque confiamos en que no haga cosas sucias con los mails y las conversaciones de los que no somos terroristas. Ni él ni ninguno de los cuarenta mil empleados de su Agencia de Seguridad Nacional, claro.
En realidad es más de lo mismo. Nos interesan las soluciones, no tanto los caminos para alcanzarlas. Seguridad total, sanidad universal y gratuita, becas para todos… como cuando de niños disfrutábamos del calorcito del brasero sin tener que preocuparnos de lo que había debajo de la mesa camilla de la abuela. Es un drama reconocerlo, pero nos quejamos de la negritud de la financiación de los partidos políticos cuando se han limitado a reproducir ese esquema: todas las respuestas para el presidente, o el secretario general, sin que tenga que hacer preguntas. Snowden es el Bárcenas de Obama, pero sin cuentas en Suiza, de momento.
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