El espacio natural para la crueldad innata de los niños son las aulas. Como la educación, al igual que la ciencia, ha avanzado una barbaridad, hoy las burlas feroces de toda la vida se han sofisticado. Se llaman bulliying, y a menudo acaban en Youtube, o en los juzgados. En contra de lo que creemos cuando somos adolescentes, no nos convertimos en adultos cuando empezamos a salir, o a beber, o el día que perdemos la virginidad. Comenzamos a madurar al descubrir que nuestras palabras y nuestros actos son capaces de hacer tanto daño a los demás como el que podemos padecer nosotros. A partir de ese momento hay que decidir en qué lado te sitúas. Es curioso comprobar cómo los que se inclinan a esa edad por quedarse entre los que se dedican a joder a los demás, de un modo u otro permanecen en ese grupo durante muchos años. En mi curso había un chico muy afeminado. Lo recuerdo así desde que lo conocí con seis años. Quizá mi memoria me traicione y no lo fuera tanto en aquella edad, porque había otro que acabó de guardia civil y casi lo recuerdo entrando en clase con un tricornio puesto. Cuando ya éramos talluditos, una tarde reconocí de lejos al chaval amanerado. Lo vi en un parque cercano a mi casa, sentado en la hierba con una niña pequeña. Jugaba con ella rodeado de muñecas. En un banco junto a ellos reconocí a una de sus hermanas mayores y a su madre, así que supuse que la niñita debía de ser su sobrina. Seguí caminando hasta pasar a escasos metros de la espalda de mi compañero de curso. Tenía frente a mi a la pequeña, y pude observar la expresión de amor y felicidad absoluta de aquella cría jugando con su tío adolescente, de mi misma edad. Y entonces me pregunté si alguna vez alguno de mis futuros sobrinos me miraría a mi de aquella manera. Sentí una profunda vergüenza por alguna de las chanzas sin puñetera gracia que seguramente le habría soltado tiempo atrás, sólo para hacer méritos ante algún club de borregos descerebrados.
Poco tiempo después murió de SIDA una persona a la que conocía. No supe que era homosexual hasta unos meses antes de su fallecimiento. A finales de los ochenta, morir así en una pequeña ciudad de provincias en el País Vasco no es que fuera tabú, es que directamente no sucedía. Se negaba la realidad a través de un silencio lapídeo que amplificaba la crueldad de una enfermedad salvaje en sus manifestaciones físicas. La ceguera voluntaria colectiva frente el SIDA tenía que ver mucho más con la cobardía ante aquel padecimiento corporal extremo que con los prejuicios sexuales de una sociedad matriarcal y puritana. Por aquella época el virus VIH arrasaba barrios enteros de Nueva York. El hospital de Sant Vincent, en el sur de Manhattan, acogía a multitud de enfermos terminales que pasaban en él sus últimas semanas de vida, cuando la infección era garantía de una muerte atroz. La gente acudía allí a despedirse de amigos, y al cruzarse por los pasillos con otros visitantes se enteraban de dos o tres casos más de conocidos infectados. Lo que atenazaba los corazones era el pánico, aún más que el oprobio por manifestar una determinada opción sexual. Lo cuenta John Irving en su último libro, “Personas como yo”, y me pregunto quiénes de mis conocidos se pudieron ir por entonces en silencio, ocultando su sarcoma de Kaposi, disimulando sus llagas, ahogando su tos para que no nos enteráramos.
Aquella primera víctima del SIDA que me crucé hace más de veinte años era gerente del Partido Popular en una provincia vasca. Hoy el PP vasco lo preside Arantza Quiroga, una madre de cuatro hijos que se reconoce próxima al Opus Dei. El Secretario General es Iñaki Oyarzábal, que el año pasado reconoció públicamente su homosexualidad, al igual que su compañero de partido Javier Maroto, alcalde de Vitoria. Por tal motivo, los obsesionados con etiquetar a todo el mundo, los que emplean su única neurona en clasificar a los otros no en función de lo que les une, sino de lo que les separa, llaman al PP vasco el Opus Gay. Y se ríen. Aunque quizá no vayan tan lejos en su afán por estigmatizar a los que no son como ellos. Simplemente se quedaron en el grupo que se dedica a intentar joder a los demás.
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