Contemplo absorto frente al televisor las declaraciones del alumno que ha obtenido este año la mejor nota de selectividad en España. El chaval hace ímprobos esfuerzos por dejar claro que él no se considera un empollón, que tiene amigos, que hace un poco de deporte, y que sale de marcha, eso sí, menos que otros jóvenes. Se nota a la legua que le está costando mucho más encontrar la palabras para contestar esa pregunta que las del examen casi perfecto que parió hace unos días. Porque no quiere ser distinto. Quedaría como un marciano si contestara: “tengo suerte porque soy muy inteligente. Pero con eso no es suficiente para sacar estas notas. Después de clase estudio unas cuantas horas todos los días. Veo poco la tele. Además, me gusta estudiar. Me esfuerzo un huevo, y gracias a la inteligencia que traía de fábrica y que sigo entrenando para mejorarla cada día, los resultados que obtengo de ese esfuerzo me provocan un subidón tremendo. Tengo amigos, pero sólo salgo con ellos un día a la semana. A otros les gusta el botellón, pero a mi me mola más esto. Sin pasar por encima de nadie, desde pequeño me gusta ser el mejor en lo que hago”. Al día siguiente las paredes de su instituto hubieran aparecido empapeladas con el careto del chico pintado de verde y unas orejas como las de Shrek. Así que mejor centrar tus esfuerzos ante el micrófono en mezclarte con la masa, para que quede claro que tu diferencia no es cualitativa, sino cuantitativa, de números. Es sólo la nota, mejor que todas las demás. Este es el drama de una sociedad cuyo principal objetivo parece ser no traumatizar a nadie, confundiendo la igualdad de oportunidades con un igualitarismo de rebaño.
La polémica sobre la nota mínima para acceder a las becas universitarias enmascara un problema de mucho más calado, cuyas consecuencias van más allá del linchamiento mediático de un ministro tan marchoso como Wert. Podría seguir el artículo dando argumentos de peso para fijar esa nota en 7, o en 4’5, que tampoco le vamos a arruinar la vida a nadie por cinco décimas, tal como defienden los que hablan de un derecho a la educación universal y gratuito, incluyendo la enseñanza superior. Pero no es ese el problema. Lo que resulta frustrante es escuchar algunos de los argumentos utilizados para defender este café para todos. Te hablan de ilusiones rotas, de sueños destrozados, de anhelos imposibles de alcanzar si el estado no garantiza un acceso universal y gratuito a la universidad, y te das cuenta que estamos confundiendo el campus con un inmenso diván psiquiátrico. Cuando se plantea este asunto vinculado a la crisis económica y al empleo de recursos públicos escasos, o en términos de lucha de clase, entonces el debate se torna insostenible. Porque si un mediocre con suficiente dinero puede acceder a la universidad pública, entonces lo justo es que también pueda ingresar un mediocre pobre. Si esta es la opinión mayoritaria en un país con más abogados que Francia o Alemania, con treinta y una escuelas superiores de arquitectura que nos permiten disponer de un stock de 60.000 profesionales exportables a todo el mundo, entonces el resto debemos empezar a rezar, o a emigrar. Para ese tipo de justicia social sí que necesitamos once universidades para las ocho provincias andaluzas. Para eso, y para batir en aquella comunidad dos récords mundiales: el de la tasa de paro juvenil, acercándose al 70%, y el del botellón de fin de curso más concurrido del planeta, en Granada.
Valores como el mérito, el esfuerzo, la excelencia, la disciplina o la responsabilidad por tus propios actos se están progresivamente asociando a una determinada ideología política. Las consecuencias de ello son demoledoras. Y no sólo eso: esos valores han terminado por entenderse como opuestos o incompatibles con una concepción del mundo y de las relaciones humanas basadas en la justicia social, la igualdad, la empatía, la compasión o la protección de los más débiles. Falso, pero tenemos que elegir entre una opción u otra. Y claro, mientras haya quien pague, resulte más sencilla la segunda, y moralmente más cómoda. Esto es una garantía de fracaso para el progreso de una sociedad moderna. Mientras me deprimo escribiendo este artículo, pienso en mi hija, estudiante de la ESO, con unas calificaciones deslumbrantes gracias a su inteligencia y una capacidad de sacrificio y organización para el estudio sorprendentes a su edad. Si continuara por el mismo camino, es muy probable que en el futuro fuera capaz de licenciarse en alguna de las cien mejores universidades del mundo. Pero por desgracia ninguna de ellas está en España, y no creo que sus padres podamos costearle sus estudios en el extranjero. ¿Es esto más o menos injusto que garantizar el acceso gratuito de un estudiante vago, o limitado, o pobre, o las tres cosas, a una de las veintinueve facultades de biología de España?
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