EL MILAGRO PENDIENTE DE BRASIL

Entre los años 2005 y 2010 viajé a Brasil varias veces al año. Pude ver de cerca cómo se iba rompiendo en pedazos aquel adagio popular que decía: “Brasil es un país de futuro, y siempre lo será”. El despegue de su economía tenía particularidades específicas que lo diferenciaban del de Rusia, India y China, el resto de integrantes del grupo de potencias emergentes, los BRIC. La duda que teníamos era cómo se iba a redistribuir toda aquella riqueza, de qué manera alcanzaría a las clases más necesitadas, a qué velocidad se incrementaría su bienestar social.

Durante mis últimas estancias, nuestro país ya estaba metido hasta el cuello en la peor crisis de las últimas décadas. Todo el mundo me preguntaba: ¿pero qué pasa en España? ¿cómo es posible esa tasa de paro en una economía desarrollada? ¿va a quebrar algún banco? ¿cuánto falta para un estallido social violento? A mi me costaba responder con coherencia por varios motivos. En primer lugar, porque no era fácil explicar ciertas cosas mientras Zapatero sonreía ufano desde la portada de O Globo. En segundo lugar, porque había algo de orgullo efervescente en los ciudadanos de un país de moda en todo el planeta: en menos de doscientos años desde su proclamación como estado independiente del reino de Portugal, los brasileños se habían sacudido por completo el polvo del colonialismo. Y en tercer lugar, por no liarla. Me explico. Uno no podía admirar demasiado sus tasas de paro en torno al 6%. Con la nómina de un ejecutivo medio-alto en España, en Brasil puedes emplear en tu casa a una cocinera, una limpiadora, un jardinero y un chófer. La desproporción entre los sueldos de la clase trabajadora y los de las más pudientes seguía siendo estratosférica, pero curiosamente a mis interlocutores les preocupaba una revolución salvaje en España, cuyo salario mínimo te coloca allí en la clase media.

En los tiempos en que España mendigaba una silla para colarse de rondón en las reuniones del G-20, Brasil ya era la sexta economía del mundo según su PIB nominal. Pero recorrer en automóvil los 450 kilómetros que separan Belo Horizonte (capital del estado de Minas Gerais, uno de los más ricos del país) de Río de Janeiro era una experiencia sólo apta para aventureros. Pude ver un socavón sin señalizar capaz de engullir a un vehículo todoterreno en un tramo de autovía en el que se permitía circular a cien kilómetros por hora. Hablamos de la red principal, porque en la secundaria muchos de los tramos que en los mapas aparecen como carreteras son trilhos, es decir, caminos sin pavimentar. En España casi no quedaban pueblos sin circunvalar, ni carreteras importantes por desdoblar. Y los cambios de rasante y los puntos negros de la red viaria los colocábamos en el debe de las administraciones públicas.

En las horas del mediodía se observaba un intenso trasiego de escolares por las calles, circulando de un lado a otro. Sucedía en cualquier ciudad, o pueblo, y también por los arcenes de las carreteras.Tardé un tiempo en enterarme que no se debía a una jornada intensiva pensada para evitar a los infantes el calor de las horas centrales del día. Los niños se cruzaban por todas partes porque unos salían y otros entraban a las mismas escuelas. Un turno de mañana y otro de tarde porque no había colegios suficientes para todos los chavales nacidos en la sexta potencia económica mundial. En uno de los viajes llevé un ordenador portátil antiguo, que aquí nadie quiso ni para desmontarlo y aprovechar algún componente. Lo entregué en una pequeña escuela en la que tenían que agrupar a los niños por tramos de edad porque sólo disponían de tres aulas. No piensen que era un poblado en la selva amazónica. Estaba en Itaipava, una pedanía incrustada en mitad de la Serra dos Orgãos, en el municipio de Petrópolis, a una hora escasa de Río de Janeiro. Aquí andábamos a vueltas con el wifi, las tabletas, el trilingüismo, las clases de refuerzo y las becas de comedor.

En Rusia la corrupción alcanza cerca de la quinta parte de su PIB, hace frío, y aún se nota la huella profunda del KGB y similares en su praxis política. En India la religión funciona como tapadera de una olla a presión social: sé bueno, resígnate y en la siguiente reencarnación tendrás más suerte. En China el comunismo dejó bien claro en Tiananmen de lo que es capaz, y además tiene capadas las redes sociales. Pero en Brasil era imposible que el fútbol, la música y las playas de un país maravilloso fueran muros de suficiente altura capaces de ocultar unas contradicciones tan visibles desde fuera. Los estadios de fútbol y las infraestructuras olímpicas sólo lucirán perfectos si la mejora de los servicios públicos se acomete al mismo ritmo que las obras.

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