Casualidades de la vida. La noche que entrevistaban a José María Aznar en Antena 3 cené en Madrid con uno de sus más estrechos colaboradores. Lo fue en su etapa de Presidente del Gobierno, y lo sigue siendo hoy en día. Me pidió que nos citáramos tarde, porque quería escuchar en directo la entrevista con el ex-presidente. Quedamos cerca de su despacho, así que me tuve que desplazar desde otra zona de la capital. Por lo tanto, cuando llegó, yo no había tenido oportunidad de escuchar ni una palabra de la entrevista. Tras los saludos de rigor, le pregunté cómo había ido. Y entonces me hizo un breve resumen de los contenidos de su intervención. Excepto los comentarios sobre el Grupo Prisa, que entendió que habían sido extremadamente contundentes, el resto fue un relato pacífico de una serie de respuestas cabales a cada asunto que se le planteó por los tres periodistas: el chantaje de Bárcenas, la crisis institucional, su relación con Rajoy, el problema territorial, la reforma fiscal pendiente, la defensa de las clases medias, su concepto del liderazgo político, y el futuro de la monarquía. Cambiamos de tema, convencido del alto contenido político de la comparecencia televisiva, pero no de su voltaje incendiario. Esto último lo comencé a atisbar ya tumbado esa noche en la cama del hotel, con un Ipad entre las manos.
Mi interlocutor es una persona extremadamente inteligente, y tiene un conocimiento muy profundo de las relaciones del poder con los medios de comunicación. He referido con detalle el inicio de aquel encuentro para que se entienda por qué creo que las personas más cercanas a Aznar no eran conscientes con antelación de la tormenta política que se iba a originar, cuyo bravío oleaje aún bate los diques del puerto de Génova. El ex-presidente no dijo nada que no llevara meses repitiendo en privado cada vez que hace escala en la villa y corte, por eso quienes lo tratan a diario debieron escuchar sus declaraciones como quien se relaja con el hilo musical de fondo. Y es que el tsunami mediático no lo ha provocado el contenido de su intervención. Dijo que España se enfrenta a una crisis institucional sin precedentes en las últimas décadas, que el tema de las autonomías se nos ha ido de las manos, que los partidos nacionalistas se han convertido en secesionistas, que el gobierno de Cataluña se salta a la torera la legalidad vigente, que había que bajar los impuestos y que las clases medias de este país están siendo esquilmadas. Y al día siguiente algunos interpretaron que lo que había hecho Aznar era conectar con el sentir de muchos votantes decepcionados del PP. Y del PSOE, añado yo, y de UPyD. O sea, que una amplísima mayoría del electorado suscribiría todo eso, siempre y cuando no lo vaya predicando Aznar. El problema es que este hombre cae fatal, y siempre le da a uno la sensación de que le gusta un poco provocar ese rechazo, que forma parte de su mecanismo de afirmación. Cuando uno expone ideas tan sensatas como las que he enumerado, no hace falta ir arreando pescozones por el callejón del coso de su partido, mientras te ofreces para entrar en el albero al grito de: ¡dejadme sólo!
Los que odian a Aznar, que son muchos, quieren convencernos que la animadversión que genera su hiperliderazgo proviene inexorablemente de las ideas que defiende. Y que su mayoría absoluta del año 2000 fue fruto de la borrachera generalizada de casi todo un país, afectado por la burbujas del champán inmobiliario. Pero es falso. Lo que hizo Ronald Reagan en Estados Unidos durante la década de los ochenta deja a Aznar a la altura de un progre de plastilina. Y al cowboy lo adoraban. Thatcher partió el espinazo de unos sindicatos violentos que incendiaron durante meses las calles de las principales ciudades del país, pero a la señora la apuñalaron políticamente los brutos de su partido, no los electores.
Hoy necesitamos liderazgos fuertes, sí, pero no autocráticos. Creo que hasta al más leal de los seguidores de Aznar le provocó sonrojo escuchar el yo repetidamente en boca del ex-presidente cuando se atribuía la creación de seis millones de puestos de trabajo durante sus dos mandatos. El tamaño de la catedral que hay que reconstruir hoy España es tan colosal que se precisa el concurso de muchos brazos, espantados una vez más por ese discurso de gesto roqueño y glacial. Y yo, como afirmaba Ramón Aguiló en su brillante artículo del pasado jueves en estas mismas páginas, tampoco sé cuándo se jodió España. Si creo que la mínima confianza necesaria entre los dos grandes partidos de este país se hizo saltar por los aires desde las cloacas del Estado entre el 11 y el 14 de marzo de 2004. Pero eso precisamente tampoco lo va a poder arreglar Aznar.
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