QUIERO SER NEYMAR

El ridículo es una cuestión imposible de objetivar, y si lo intentas puedes terminar haciéndolo tu mismo. Siendo algo tan subjetivo da mucho juego en los artículos de opinión, tanto al escribir como a la hora de recibir críticas. Sin duda, existen desempeños profesionales que comportan más riesgos que otros, ocupaciones en las que uno se expone con frecuencia a meter la pata en público. El columnista de un diario, sin ir más lejos, puede ir pisando mondas de plátano mientras teclea y no enterarse hasta que es demasiado tarde. Con certeza yo mismo deambulo por estas páginas lleno de moratones por los resbalones, y ni me los veo.

Pero por mucho que la haya pifiado los lunes en este periódico, el patinazo estelar de mi vida sucedió hace ya muchos años. Era de noche, estaba en pantalón corto, y me estaban mirando cerca de 40.000 personas. Algunos millones más también me debieron contemplar haciendo el canelo desde el salón de su casa, o desde algún bar, porque era el primer partido que jugaba con el Real Madrid en España su nuevo fichaje rutilante, el croata Robert Prosinecki, y había mucha expectación. Creo recordar que Tele5 lo retransmitía en directo. Estaba muy nervioso porque antes de empezar el partido me habían dado la mano Gordillo, Míchel y Butragueño, y yo pensaba se me habían escapado de los cromos que llevaba en la cartera hasta hacía bien poco. Manolo Sanchís me hizo una pequeña brecha en el gemelo en una entrada por detrás, y al levantarme le di unas gracias emocionadas por el recuerdo que me había dejado. He cambiado, porque hoy sólo me dejaría herir de esa manera por uno de los tacones de Charlize Theron. El caso es que, a medida que los diez jugadores de campo de un equipo de segunda división corríamos detrás de una pelota tocada primorosamente por las estrellas blancas, se me fue pasando el temblor de piernas. Y todo el poderío físico de mis escasos veinte años, unido a las ganas de agradar y a la frustración por no oler el balón durante minutos, resultó una combinación letal para mi escasa reputación futbolística.

El campo estaba muy rápido. Había mucha humedad y habían regado el césped justo antes de empezar a jugar. Creo que fue Aldana, o Míchel, quien metió un pase diagonal en profundidad hacia la banda izquierda. Por allí apareció aquel rumano que gastaba una zurda mágica, Gica Hagi, un prodigio técnico del regate y la finta en carrera del que disfrutaron madridistas y culés durante varias temporadas. Y yo corrí detrás de él, más potente que aquel merengue flacucho, y mucho más rápido, como si fuera el líder de una manada de búfalos. Y cuando estaba a punto de alcanzarlo decidí hacer algo que siempre levantaba a la afición local de sus asientos. Un derroche de entrega y de energía rebosante, una de esas machadas permitidas entonces por un reglamento mucho más laxo con el juego duro. Me lancé por los aires con las piernas por delante para llevarme el balón, y todo lo que estuviera cerca. Y entonces ocurrió un milagro, porque la pelota desapareció, y Hagi también, en un recorte seco con su pierna izquierda en el espacio de una baldosa, que me situó en el vacío absoluto. Recorrí diez metros, quizá más, escurriéndome por la fina hierba hasta chocar violentamente contra una plancha metálica. Recuerdo el sonido del impacto de mis tacos de aluminio contra la valla publicitaria, y a diez mil personas, o veinte mil, o quizá fueran las cuarenta mil, coreando un ¡olé!. Desde entonces, cuando veo por televisión un encierro de los Sanfermines, con los toros resbalando en los adoquines mojados de la curva de la calle Estafeta y estrellándose contra las tablas de protección, recuerdo aquel estadio, y a Hagi, y a la madre de Hagi.

Todos hacemos el ridículo alguna vez. Aquella memez fue sólo fruto de la impericia, de la tosquedad, o de la falta de talento de un futbolista mediocre. Neymar, la nueva estrella del Barça, nunca hará una patochada como la mía con un balón en sus pies. Pero decir en su presentación que se siente más cómodo hablando en catalán que en castellano es patinar quince metros y estrellarte contra un letrero electrónico del Camp Nou, aunque todos le aplaudamos sus goles y sus malabarismos. Y añadió que desde pequeñito había soñado con vestir esa camiseta, sin comentar que mientras él dormía su papá le daba a la calculadora y negociaba con otros clubes, que una cosa no quita la otra. Ya les digo que esto del ridículo es muy subjetivo. Y puestos a elegir, claro, yo me quedo con el que hizo Neymar.

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