La semana pasada Luis de Guindos hizo unas declaraciones a The Wall Street Journal revisando el cuadro macroeconómico para este año. El chequeo fue de tal profundidad que ahora no sabemos qué hacer con el pendrive de los Presupuestos Generales del Estado, si tirarlo a la basura o buscarle otros usos. La rectificación es coherente con lo ocurrido con el resto de previsiones económicas del gobierno en el último año, porque han fallado todas. El PSOE exigió de inmediato que el Ministro de Economía acudiera al Congreso de los Diputados para dar explicaciones sobre lo declarado en Washington. Esto era lógico, pero la oposición fue un poco más incisiva, y quiso especificar el idioma en que debía expresarse el ministro en sede parlamentaria: que lo repita en castellano. Seguro que no fue la intención, pero sonó arrabalero, acomplejado y cateto. Un poco más y le piden que hable en cristiano. Luis de Guindos es muy pijo. Ultimamente ha mejorado, pero cuando habla no puede evitar que se le siga moviendo una pelota de ping-pong en la boca. Esto da para hacer unos chistes, pero al parecer lo que de verdad molesta es la chulería de dar un entrevista en inglés sin un traductor susurrándole al oído.
Llevamos años invirtiendo centenares de millones de euros en el desarrollo y la promoción de la marca España fuera de nuestras fronteras. Turespaña, el ICEX y el Instituto Cervantes tratan de vender nuestro país en el exterior sobre los pilares del turismo, las exportaciones y la cultura. Pero en casi cuatro décadas de democracia ni uno sólo de nuestros presidentes de gobierno han sido capaces de expresarse con fluidez en la lengua de Shakespeare. Esta circunstancia, además de dejarnos algunas frases ridículas captadas por micrófonos que debían estar cerrados, y fotos patéticas de nuestros líderes aislados en una cumbre internacional, termina siempre por influir en la imagen que se proyecta de nuestro país. Porque la diplomacia, como cualquier otro ámbito de las relaciones humanas, está basada en la comunicación y condicionada por la habilidad para comprender y ponernos en la situación del otro. La empatía personal aflora más fácil sin intermediarios.
Hace unos días me extravié una mañana corriendo por un suburbio de Rotterdam, en Holanda. Me acerqué a un chico vestido con un chaleco fluorescente que vaciaba el contenido de una papelera en un pequeño camión, y me ubicó con sus explicaciones en un inglés como mínimo tan bueno como el de Luis De Guindos. Ya de vuelta al terruño, me encontré con el debate sobre el trilingüismo en la enseñanza pública. Llevaba mucho tiempo cumpliendo mi propósito de no escribir sobre el asunto lingüístico, y ello por dos motivos. El primero es egoísta, y tiene que ver con el aburrimiento que me produce una discusión en la que se emplean los mismos argumentos desde hace veinte años, como si no nos hubieran salido a todos algunas arrugas en los razonamientos. El segundo es resignado, y se refiere al reconocimiento de la victoria de los que se han empeñado en impedir que este debate se pueda plantear fuera del histerismo y el drama grandilocuente: genocidio lingüístico, exterminio cultural, holocausto nacional… Estamos a punto de instalar cámaras de gas en los vestuarios, y campos de concentración en los patios de los colegios. Sin entrar en profundidades, es innecesario pronunciar estas estupideces para defender el modelo de inmersión lingüística, y pone de manifiesto una penuria intelectual sólo comparable a la de algunos “académicos” de la nueva hornada.
He leído que el trilingüismo oculta la intención de atacar el catalán restándole horas lectivas. Y yo me pregunto de qué otra manera se puede introducir el estudio de una lengua extranjera (me refiero al inglés) en un modelo de inmersión cuasi total. Sólo por plantear esta duda para algunos ya mereceré la etiqueta de nazi, tan versátil en los últimos tiempos. He aprendido a soportar pacíficamente estas tonterías, pero he de reconocer que mi postura zen tiene truco. Mi hija de trece años estudia en un sistema de enseñanza trilingüe. Aunque su padre y su madre somos castellanoparlantes, conversa sin problemas en catalán con los amigos que usan ésta como lengua materna. Y cuando salimos de viaje al extranjero, se expresa en un inglés bastante mejor ya que el mío. En un país con una tasa de paro juvenil cercana al 60%, mi única obsesión se centra en que el idioma no le suponga una barrera a la hora de poder afrontar su futuro profesional fuera de España. Claro que, de momento, puedo asumir el coste de su educación en un centro de enseñanza privado. Así que, al escuchar las críticas al trilingüismo en defensa del catalán, no me queda muy claro el orden de prioridades, y se resquebraja mi concepto de igualdad de oportunidades a través de una enseñanza pública adaptada a la sociedad plural, abierta y globalizada que nos ha tocado vivir.
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