Una juez de Barcelona ha prohibido difundir los correos electrónicos que afectan a la intimidad matrimonial de Iñaki Urdangarín y la Infanta Cristina de Borbón. Diego Torres, el socio despechado de Nóos, amenazaba desde hace semanas con volar públicamente los cimientos de la pareja aireando cuestiones que nada tienen que ver con los presuntos delitos que se están investigando en un juzgado de Palma. Parece lógica esa prohibición toda vez que el juez Castro y el fiscal Horrach ya se habían manifestado contrarios a que fueran aportados en el procedimiento escritos que pudieran invadir la esfera privada del principal imputado, Don Iñaki. Pero la jueza no se ha detenido aquí, porque ha prohibido también “hacer declaraciones, efectuar comentarios, emitir opiniones o juicios de valor sobre el contenido de dichos mensajes”. Esto último constituye una aportación novedosa e interesante para analizar.
En los años previos a la invasión digital, no había retrete en este país que no albergara una variopinta colección de revistas cuya lectura distraía los momentos, en ocasiones delicados, de evacuación intestinal. Aquellos minutos de honda intimidad permitían hojear publicaciones banales a las que jamás dedicaríamos otro instante del día. Ya nada será lo mismo por culpa de internet. Hoy, junto a cada inodoro, deberíamos disponer de un Ipad para leer los comentarios anónimos que algunos medios digitales aún permiten subir a la red. El esperanzador entorno 2.0 abría ante nosotros una panorama revolucionario en el mundo de la comunicación: canales de participación bidireccionales, interacción con los públicos receptores de información, inmediatez en las respuestas, retroalimentación de contenidos, un mundo luminoso que quebraría las jerarquías y el orden establecido en la emisión de información y opinión. Sin embargo, el peaje no ha sido barato. Compensa la revolución, sin duda, pero no sale gratis.
Durante años hubo barra libre en demasiadas ediciones digitales de medios de comunicación para verter injurias, calumnias, vejaciones e insidias amparándose en el anonimato. Hoy esta competición de a ver quién escribe la más gorda ha rebajado un poco el nivel de decibelios en la red en las cabeceras tradicionales, o en las de nuevo cuño que tratan de mantener un mínimo de seriedad. Pero la red es mucho más grande, inabarcable por unos principios de autocontrol, o por el sentido común. Para algunos cualquier filtro es sinónimo de censura antidemocrática. Así que el periodismo digital, las redes sociales, los blogs, etc., ofrecen espacios que enriquecen el debate público y la confrontación de ideas, pero también dejan la puerta abierta a proferir insultos o a deslizar insinuaciones torticeras sobre personas concretas por parte de quienes pueden ocultar su identidad. Este es el precio de la fiesta de la libertad de expresión, que según en qué parte del mostrador del bar te encuentres, puede resultar razonable o excesivo.
Antes de otorgarme un par de minutos de su tiempo para leer este artículo, cada lector se topa al inicio con mi nombre y mi apellido. Por si esto no fuera suficiente para poder identificarme comprando en unos grandes almacenes o bebiendo una cerveza con los amigos, también aparece mi careto. Me responsabilizo de cada letra que tecleo, y asumo con deportividad todas las críticas y discrepancias que mis opiniones puedan generar. Para eso estamos, no faltaba más, porque de otra manera sólo escribiría un diario íntimo con mis reflexiones. Pero ahora llega su señoría y prohibe valorar las aventuras extraconyugales del duque empalmado, dando por sentado a priori que esos juicios podrían menoscabar aún más su ya maltrecho honor. A la juez no le parecen suficientes las leyes vigentes que existen para proteger su dignidad, y quiere convertir a Don Iñaki en un niño burbuja. A mi las infidelidades de este señor me importan más bien poco, y no les dedicaría ni media línea de un artículo. Entre otras cosas porque me parece injusto, reaccionario y un tanto casposo el argumento de “quien engaña a su mujer puede engañar también al contribuyente”. Pero siguiendo el criterio de la juez, no veo motivos para permitir firmar a nadie una opinión sobre las amistades entrañables de Su Majestad, o un aborto de Doña Letizia, por ceñirnos siempre a la misma familia. Eso sí, te creas un perfil falso en Facebook o Twitter, inauguras un blog anónimo, o comentas cualquier noticia en un medio digital bajo pseudónimo, y puedes vomitar toda la bilis que sea capaz de producir tu hígado. Al parecer habrá que ir con mucho tiento con lo que se firma, pero con un pasamontañas puedes ejercer sin límites tu sagrado derecho a la libertad de expresión.
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