El último kilómetro del maratón de Boston deparaba hasta ahora una agradable sorpresa a muchos corredores que participaban por primera vez. Cuando visitabas la zona de meta en los días previos, los ojos se perdían en el horizonte al mirar en dirección contraria al arco de llegada. Los novatos pensábamos enfilar esa interminable recta desde su inicio para entrar en el centro de la ciudad. Pero el día de la prueba, con 41 kilómetros de duro asfalto ya sobre tus piernas, no te percatas de estar corriendo por el magnífico bulevar de la Avenida Commonwealth, paralelo a la calle Boylston, donde acaba el maratón. Así que, al girar por última vez hacia la izquierda, te encuentras a escasos 300 metros de la recompensa final, mucho más cerca de lo esperado. Este lunes, alguien convirtió ese paraíso finito de felicidad sudorosa en un horror sin límites.
Es difícil encontrar un lugar en el mundo donde se concentre tanta energía positiva como en la llegada de uno de los World Marathon Majors, los cinco grandes maratones que se disputan cada año en Europa y Estados Unidos. Están los corredores, claro, cada uno con su reto, sus ilusiones, su esfuerzo de meses, o años, puestos en esos segundos de pequeña gloria terrenal cuando traspasan la meta. Pero sobre todo están sus familias, sus amigos, sus seres queridos, todos los que han compartido de alguna manera el sacrificio de su preparación. Aquellos a los que han robado una parte del tiempo que se merecían a su lado, a los que han aburrido con sus dolores, sus fatigas, sus batallitas de corredor aficionado. En la meta, también ellos obtienen la pequeña o gran recompensa de ver llegar a su padre, a su esposa, a su hijo. Allí espera el amigo del alma que no pide vino ni postre en las comidas compartidas de las últimas semanas para hacerle más llevadera la dieta al maratoniano.
El día antes de correr un maratón mi madre siempre me llama por teléfono para pedirme por favor que, si me canso, me pare. Yo sonrío en silencio y le contesto que no se preocupe, que así lo haré, que no me cansaré corriendo 42 kilómetros. Hace dos años no tuvo que llamarme porque me lo dijo en una habitación del hotel Westin de Boston. Unas horas después me esperaba junto a mi padre en la recta de llegada del maratón. Me abrí hacia la derecha y los busqué a la altura de la esquina con la calle Fairfield, donde habíamos quedado. Y a pesar del cansancio y el griterío ensordecedor, los encontré. Erguí el cuello, estiré la zancada y les sonreí levantando una mano, para que no percibieran mi fatiga descomunal. Lo recuerdo todo con una nitidez que ahora me provoca escalofríos. La segunda bomba estalló en ese lugar, justo en la acera de enfrente.
El lunes había miles de personas como mis padres esperando que sus héroes domésticos levantaran su mirada hacia ellos y les sonrieran segundos antes de alcanzar la meta. Tres de ellas no los volverán a abrazar, incluido un niño de ocho años que el martes contaría orgulloso en el colegio la proeza de su padre. Alguien rellenó de explosivos dos papeleras para reventar los cuerpos de unas decenas de espectadores, y la felicidad de muchos más, que seguiremos corriendo para que no nos alcance el terror y la barbarie de su mundo sin sueños.
Deja una respuesta