La noche del 4 al 5 de noviembre de 2008 dormí pocas horas. Me quedé despierto escuchando en directo por televisión el discurso del John McCain reconociendo su derrota electoral en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Fueron nueve minutos plenos de elegancia, grandeza, generosidad, esperanza, agradecimiento y altura de miras. Unos cientos de palabras tan bellas y conmovedoras que dejaron para siempre en un segundo plano la impresionante hoja de servicios a su país de un hombre cabal y honesto. Cuando acabó, imaginé lo que podría pensar alguien que hubiera escuchado este discurso sin haber tenido acceso en los últimos años a ninguna fuente de información: si éste es el que ha perdido, el que ha ganado debe ser un dios metido a político.
Y en efecto, era algo parecido. Fue la apoteosis del fenómeno Obama, que minutos después del discurso de McCain se hizo hombre ante más de cien mil personas en el Grant Park de Chicago. Se mezclaron muchas lágrimas con aquella fina llovizna que sólo empapaba los cuerpos, porque de empapar las almas ya se encargó el discurso del presidente electo. Aquel día Obama se superó a sí mismo en el dominio del escenario, en la autoridad que irradiaba, en la esperanza que transmitía. El ritmo, las pausas, la entonación, su gestualidad… la oratoria de este hombre alcanza tal grado de perfección que el único riesgo que corre es el descarrilamiento por la falta de mesura en sus virtudes. El tipo se sabe tan bueno que en ocasiones debe hacer esfuerzos para esquivar la teatralidad. Aquel día lo bordó, y consiguió un cum laude en las tres asignaturas troncales de todo discurso memorable: naturalidad, humildad y corazón. Porque importa lo que dices, pero siempre te recordarán por cómo lo dices.
El autor de aquel torrente de bellas palabras fue Jon Favreau, que por entonces tenía 27 años. Obama dijo un día de él que le leía la mente. Favs, como le llamaba su jefe, escribe muy bien. Domina todas las figuras retóricas y sabe dotar de una musicalidad prodigiosa los discursos que redacta. Es capaz de trabajar en equipo, porque en las grandes intervenciones del presidente norteamericano llegan a trabajar hasta veinte personas, entre escritores, técnicos y asesores políticos. Tiene una gran capacidad creativa para formular nuevas ideas, y también para exponerlas de formas innovadoras. Pero sobre todo, maneja de manera brillante una característica esencial en el escritor de discursos: la empatía, esa capacidad para ponerte en la piel de los oyentes y detectar cómo viven sus problemas, qué ilusiones tienen, cuáles son sus expectativas de futuro. Cuando Obama conoció a un Favreau recién licenciado en Ciencias Políticas le preguntó qué pensaba sobre los discursos en la política. Este le contestó algo muy sencillo: “un discurso puede ensanchar el círculo de personas a quienes les importa esta cosa”. Tras decenas de trabajos memorables, la revista Time lo incluyó en la lista de las cien personas más influyentes del planeta. Ahora Favs acaba de anunciar que deja de trabajar en la Casa Blanca. Al inicio del segundo y último mandato de Obama, abandona su despacho en el Ala Oeste para abrir una consultoría política, y quizá también para dar el salto a Hollywood como guionista cotizadísimo.
Se me ocurrió escribir sobre esto mientras observaba una fotografía en un periódico. En la parte inferior hay un cuadro de enchufes abierto en el suelo, a la vista, sin la típica trampilla que se coloca para disimularlo. Hay dos cables negros y uno verde que ascienden paralelos a un soporte metálico vertical, y que se pierden detrás de una pantalla de televisión. En ella aparece la imagen de Mariano Rajoy en un plano medio, dando explicaciones ante la Junta Directiva del PP. En dieciséis meses, el Presidente del Gobierno ha concedido una entrevista al diario ABC, otra a la agencia Efe, y compareció en una ocasión en un programa de TVE. En el resto de apariciones ante los medios no ha admitido preguntas, o las ha limitado. Como esta forma de censura puede resultar violenta a partir de la segunda vez que la practicas, ahora prefiere aparecer ante los periodistas en forma de plasma, que es una manera un tanto fantasmal de dar la cara, pero más cómoda. Mientras miraba esos cables y enchufes tan cutres, pensé que esto no tendría la menor importancia si en la pantalla sonaran unas palabras vibrantes, sinceras, esperanzadoras, capaces de conectar emocionalmente con una ciudadanía que ya ha demostrado ser capaz de afrontar grandes sacrificios. Pero yo no pude escuchar ni leer nada de eso. Y la gente se niega contactar con el presidente espectral a través de una wija pixelada.
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